Si Hitler, Mao o Perón son populistas, ¿para que sirve la filosofía política?
septiembre 23, 2008

En su reciente visita a la Argentina algunos alumnos le preguntaron a Ernesto Laclau que pensaba de las críticas que le había formulado en el capítulo 3 de mi libro, Tras el búho de Minerva. Haciendo una vez más gala de la modestia que lo caracteriza Laclau respondió diciendo que “no pierdo tiempo respondiendo tonterías.” Para que el lector pueda juzgar por su propia cuenta qué es lo que el supuesto filósofo político considera como “tonterías”, lo que además permitirá calibrar con precisión la profundidad de su pensamiento, me ha parecido apropiado subir al blog el capítulo dedicado a criticar la liquidación teórica del marxismo en el pensamiento de Laclau y dejar que sean ustedes quienes decidan dónde están las tonterías y dónde la hueca retórica bajo la cual se oculta la sibilina apología del capitalismo neoliberal y de las “democracias realmente existentes”.“¿Posmarxismo? Crisis, recomposición o liquidación del marxismo en la
obra de Ernesto Laclau”, capítulo 3 del libro de Atilio A. Boron: Tras el
Búho de Minerva. Mercado contra democracia en el capitalismo de
fin de siglo. ( Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, Argentina.
2000. p. 245 y siguientes)

Introducción
La crisis teórica en la sociología y la ciencia política, expresión del
colapso de los paradigmas que organizaron las actividades de esas
disciplinas desde los años de la posguerra, ha abierto un vacío que se
ha convertido en el campo de batalla de un conjunto de nuevas
teorizaciones y enfoques epistemológicos. Pero el trono que dejaran
vacante la fugaz supremacía del «estructural funcionalismo» en la
sociología y el rápido agotamiento de la así llamada «revolución
conductista» en la ciencia política se encuentra aún a la espera de su
sucesor. Los pretendientes que pugnan por la sucesión han sido hasta
ahora incapaces de conquistar el reino, aún cuando algunos de ellos,
como la escuela de la «elección racional» han expandido notablemente
su esfera de influencia y penetrado con fuerza en las ciudadelas
teóricas de sus adversarios. No obstante, las insanables debilidades
teóricas y epistemológicas de este enfoque permiten pronosticar que su
futuro en una disciplina tan antigua como la filosofía política no habrá
de ser brillante y con toda seguridad será breve.

Uno de los candidatos que aspira a ocupar el trono vacante, no el más
fuerte pero aún así de cierto peso, es el «posmarxismo». Las
significativas transformaciones experimentadas por las sociedades
capitalistas desde los años setenta unidas a la desintegración de la
Unión Soviética y las «democracias populares» de Europa Oriental
proyectaron al primer plano, por enésima vez, el tema de la crisis del
marxismo y la urgencia de su radical e irreversible superación. Una de
las expresiones más ambiciosas en este sentido es precisamente el
«posmarxismo», concebido como un gran esfuerzo de síntesis entre
ciertos aspectos del legado de la obra de Karl Marx, interpretados con
total liberalidad, y algunas contribuciones teóricas producidas al
amparo de tradiciones intelectuales irreconciliables con el socialismo
marxista. Tal como pretendemos demostrar en este capítulo, el
resultado final de tal empresa es una fórmula teóricamente ecléctica y
políticamente conservadora.

La obra de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe constituye una de las más
importantes contribuciones al desarrollo del pensamiento
«posmarxista». Según la opinión vertida por ambos autores en el
«Prefacio» a la edición española de Hegemonía y estrategia socialista.
Hacia una radicalización de la democracia, las tesis desarrolladas en
ese libro –originalmente publicado en Londres en 1985– han «estado
desde entonces en el centro de un conjunto de debates, a la vez teóricos
y políticos, que tienen lugar actualmente en el mundo anglosajón» (1987
[b]: p. vii [en adelante, HES]). Sin desmerecer la importancia de las
reflexiones allí contenidas nos parece que esta afirmación es un tanto
exagerada, producto tal vez de eso que Gramsci acertadamente llamara
«la visión del campanario» y que sólo permite percibir los límites
pequeños de la aldea ignorando lo que ocurre fuera de sus murallas.
Más cercano a la verdad sería afirmar que dichas tesis causaron una
cierta agitación que todavía palpita, si bien débilmente, en algunos
círculos académicos latinoamericanos –especialmente en Argentina,
Chile y México– y en menor medida en el Reino Unido. Sin embargo, en
el corazón del mundo anglosajón al cual se refieren Laclau y Mouffe,
Estados Unidos –para no hablar de Europa continental y buena parte
del resto de América Latina, África y Asia– tales tesis han pasado
prácticamente desapercibidas. En el terreno de los partidos y
movimientos sociales es imposible dejar de advertir que en relación a
los debates políticos y prácticos del Foro de São Paulo o el Congreso
Nacional Africano, el partido liderado por Nelson Mandela en Sudáfrica
–para usar algunos de los ejemplos mencionados en la obra de Laclau y
Mouffe– la incidencia práctica de las propuestas del «posmarxismo» no
ha sido más gravitante que las que les pudo haber cabido a las
teorizaciones de Wittgenstein, Derrida o Lacan. En este sentido,
tampoco sería razonable suponer que la reciente –y deplorable–
«actualización» doctrinaria producida por el Partido Laborista de Gran
Bretaña, o la creación en Italia del Partido Democrático de Izquierda por
parte de los «emigrados» del antiguo pci, guarden demasiado
parentesco, pese a su evidente afinidad ideológica, con la minuciosa
«deconstrucción» del marxismo llevada a cabo en HES y en los textos
posteriores de Laclau y Mouffe (Laclau, 1993).
Pese a ello es indiscutible que la obra de Laclau y Mouffe ha adquirido
una indudable gravitación en las ciencias sociales latinoamericanas y
entre los intelectuales tributarios de las diversas corrientes en las que
hoy se expresa el talante posmoderno. En su tiempo Gino Germani
observó que uno de los rasgos aberrantes del medio académico
latinoamericano era que la extraordinaria divulgación adquirida por las
críticas formuladas a un cierto autor o corriente intelectual –en su caso,
Talcott Parsons y la «sociología científica» estadounidense– no estaban
acompañadas (y mucho menos precedidas) por idéntico empeño puesto
en conocer seriamente la naturaleza, alcances e implicaciones del
pensamiento criticado. Su comentario reflejaba el asombro que le había
producido la fulminante popularización de los cuestionamientos –sin
duda acertados, conviene aclarar– de C. Wright Mills al modelo
parsoniano, en circunstancias en que éste apenas era conocido por los
lectores de habla hispana. (1) Si traemos este recuerdo a colación es
porque treinta años más tarde el absurdo todavía persiste, sólo que en
forma invertida: si en el fragor rebelde de los años sesenta era el
pensamiento del establishment el que debía pugnar por instalarse
legítimamente en el debate ideológico, en los conservadores años
noventa es la crítica marxista la que es desterrada a los márgenes de la
controversia teórica. Como ocurre con harta frecuencia en nuestros
países, el «debate» fue sustituido por un aburrido monólogo de escaso
interés intelectual y de menor trascendencia práctica. Cabe señalar, no
obstante, que nuestros profundos e insalvables desacuerdos con la
perspectiva «posmarxista» que desarrollan Laclau y Mouffe no implican
subestimar los méritos formales de su reflexión ni, menos todavía,
insinuar temerarias hipótesis sobre los propósitos que la habrían
animado. Por el contrario, se trata de divergencias teórico-políticas, y la
amplitud y minuciosidad de su trabajo exigen un cuestionamiento serio
y fundado. Esto es lo que trataremos de hacer en las páginas que
siguen.
En estas notas nos limitaremos a examinar las tesis sociológicas y
políticas que nos parecen centrales en el discurso de nuestros autores.
Dejamos a los especialistas en linguística, semiótica, psicoanálisis y
filosofía la tarea de vérselas con las aplicaciones que Laclau hizo de las
contribuciones de Wittgenstein, Lacan y Derrida a la teoría política,
tema sobre el cual aquéllos no han demostrado, al menos hasta ahora,
demasiado interés en discutir. Hechas estas salvedades, corresponde
ahora adentrarse en los complejos laberintos discursivos de la obra de
nuestros autores y evaluar el resultado de su labor.
El programa «posmarxista»
En reiteradas ocasiones, Laclau y Mouffe se preocuparon por señalar la
naturaleza y el contenido teórico y práctico de su programa de
fundación del «posmarxismo». Previsiblemente, el punto de partida no
podía ser otro que la crisis del marxismo. Pero, contrariamente a lo que
sostienen muchos de los más enconados críticos de esta tradición que
establecen la fecha de su presunta muerte en algun indefinido momento
de la década del setenta, para nuestros autores «esta crisis, lejos de ser
un fenómeno reciente, se enraiza en una serie de problemas con los que
el marxismo se veía enfrentado desde la época de la Segunda
Internacional» (1987 [b]: p. viii). El problema, en consecuencia, viene de
muy lejos, y al explorar los textos de Laclau y Mouffe se llega a una
asombrosa conclusión: en realidad, el marxismo estuvo siempre en
crisis. Como veremos más abajo, la crisis se constituye en el momento
mismo en que el joven prusiano y su acaudalado y culto amigo,
Friedrich Engels, ajustaban cuentas con la filosofia clásica alemana en
la apacible Bruselas de 1845 y estalla en mil pedazos cuando se forma
la Segunda Internacional.

Si bien una tesis tan extrema como ésta se hallaba inscripta en «estado
práctico» en algunos de los artículos que Laclau y Mouffe escribieran ya
en la década del setenta, es en las Nuevas Reflexiones de Laclau cuando
este diagnóstico se plantea en su total radicalidad. Por eso es que a
estas alturas las resonancias del pensamiento de la derecha
conservadora –Popper, Hayek, y otros por el estilo– son atronadoras,
especialmente cuando Laclau sostiene, en consonancia con la premisa
fundamental que inspira el diagnóstico de aquéllos, que la fatal
ambigüedad del marxismo «no es una desviación a partir de una fuente
impoluta, sino que domina la totalidad de la obra del propio Marx»
(1993, p. 246). (2) ¿De qué ambigüedad se trata? De la que yuxtapone
una historia concebida como «racional y objetiva» –resultante de las
contradicciones entre fuerzas productivas y relaciones de producción– a
una historia dominada, según Laclau, por la negatividad y la
contingencia, es decir, la lucha de clases. En su respuesta a la
entrevista que le hiciera la revista Strategies, Laclau sostiene que «esta
dualidad domina el conjunto de la obra de Marx, y porque lo que hoy
tratamos de hacer es eliminar aquélla afirmando el carácter primario y
constitutivo del antagonismo, esto implica adoptar una posición
posmarxista y no pasar a ser ‘más marxistas’, como tú dices» (1993, p.
192).Erradicar esta supuesta ambigüedad es pues un objetivo esencial y
para ello Laclau está dispuesto a arrojar al niño junto con el agua
sucia. Lo anterior supone postular algo que en la peculiarísima lectura
que nuestro autor hace de los textos de Marx se encuentra ausente o,
en el mejor de los casos, pobremente formulado: el «carácter primario y
constitutivo del antagonismo» (Laclau, 1993, p. 192). Por eso su
propuesta es tan sencilla como intransigente: ante una falencia tan
inadmisible como ésta, que escamotea nada menos que el antagonismo
constitutivo de lo social, se hace necesario… ¡subvertir las categorías
del marxismo clásico! El hilo de Ariadna para coronar exitosamente esta
subversión –dicen Laclau y Mouffe– se encuentra en la generalización
de los fenómenos de «desarrollo desigual y combinado» en el
tardocapitalismo y en el surgimiento de la «hegemonía» como una nueva
lógica que hace posible pensar la constitución de los fragmentos
sociales dislocados y dispersos a consecuencia del carácter desigual del
desarrollo. Esta operación, no obstante, estaría condenada al fracaso si
previamente no se arrojaran por la borda los vicios del esencialismo
filosófico –y el inefable «reduccionismo clasista» que le acompaña; se
desconociera el decisivo papel desempeñado por el lenguaje en la
estructuración de las relaciones sociales; o si se decidiera avanzar en
esta empresa sin antes «deconstruir» la categoría del sujeto (Laclau y
Mouffe, 1987 [b]: pp. vii-viii).
Se comprenden así las razones por las cuales el concepto de hegemonía
queda instalado en un sitial privilegiado del discurso de Laclau y
Mouffe. En efecto, el mismo provee el instrumental teórico mediante el
cual suturar, ficticiamente en el caso de nuestros autores, la caótica e
infinita intertextualidad de discursos que constituyen lo social. La
noción de hegemonía, ad usum Laclau y Mouffe, permite reconstituir,
voluntarísticamente y desde el discurso, la unidad de la sociedad
capitalista que se presenta, en sus múltiples reificaciones y
fetichizaciones, como un kaleidoscopio en donde sus fragmentos,
partes, estructuras, instituciones, organizaciones, agentes e individuos
se entremezclan sólo obedeciendo el azar de la contingencia. Es por eso
que la palabra «hegemonía» remite, en la teorización de Laclau y Mouffe,
a un concepto no sólo distinto sino radicalmente antagónico del que
fuera desarrollado por Antonio Gramsci a finales de la década del
veinte. En su medular ensayo sobre el fundador del PCI, Perry Anderson
reconstruyó la historia del concepto de hegemonía, desde sus oscuros
orígenes en los debates de la socialdemocracia rusa hasta su
florecimiento en los Cuadernos de la Cárcel del teórico italiano (1976-
1977). La inserción de dicho concepto en la teoría social y política de
Marx vino de alguna manera a complementar, en la esfera de las
superestructuras complejas –la política y el estado, la cultura y las
ideologías–, los análisis que habían quedado inconclusos en el capítulo
52 del tercer tomo de El Capital. Pero para nuestros autores, en cambio,
la centralidad del concepto de «hegemonía» certificaría el carácter
insalvable del hiato existente entre el marxismo clásico y el
«posmarxismo», puesto que según Laclau y Mouffe dicho concepto
supuestamente remitiría a «una lógica de lo social que es incompatible»
con las categorías del primero (1987[b]: p. 3 [subrayado en el original]).
Así, (mal) entendida, la «hegemonía» es la construcción conceptual que
habilita el tránsito del marxismo al «posmarxismo». En sus propias
palabras:

“En este punto es necesario decirlo sin ambages: hoy nos encontramos
ubicados en un terreno claramente posmarxista. Ni la concepción de la
subjetividad y de las clases que el marxismo elaborara, ni su visión del
curso histórico del desarrollo capitalista, ni, desde luego, la concepción
del comunismo como sociedad transparente de la que habrían
desaparecido los antagonismos, pueden seguirse manteniendo hoy.”
(1987 [b]: p. 4)

No es un dato menor constatar que esta formulación surgida de la
pluma de quienes se pretenden continuadores y reelaboradores del
marxismo es más lapidaria que la que postula uno de los más
conocidos exponentes del neoconservadurismo estadounidense, Irving
Kristol. Para éste, la muerte del socialismo «tiene contornos trágicos»
por cuanto conlleva la desaparición de un «consenso civilizado»,
fundado en argumentos serios aunque inaceptables desde el punto de
vista de la burguesía, en relación al funcionamiento del capitalismo
liberal (1986, p. 137). Curiosamente, la condena de Laclau y Mouffe a
los «errores» supuestamente incurables del marxismo es aún más
terminante que la que encontramos nada menos que en la encíclica
Centesimus Annus de Juan Pablo II, en donde éste reconoce –¡cosa que
muy bien se cuidan de hacer nuestros autores!– las «semillas de verdad»
contenidas en dicha teoría. En cambio, éstos se hallan más próximos a
un coterráneo del papa Wojtila: nos referimos a Leszek Kolakowski,
quien desde las posturas de una derecha reaccionaria que no pierde el
tiempo con sutilezas argumentales ha fulminado al marxismo como «la
mayor fantasía de nuestro siglo», o una teoría que «en un sentido
estricto fue un nonsense, y en un sentido lato un lugar común» (1981,
vol. iii, pp. 523-524).

La simple comparación de estos diagnósticos tiene un propósito
eminentemente pedagógico: ubicar con precisión el terreno ideológico
sobre el cual se construye el gris edificio del «posmarxismo», situado sin
duda alguna a la derecha de Su Santidad y en compañía de la tardía
reacción de la pequeña aristocracia polaca. Nace un interrogante: ¿es
verosímil pensar que a partir de estas arcaicas bases ideológicas pueda
gestarse una genuina «superación» del marxismo, suponiendo que la
misma pudiese dirimirse en el terreno de las ideas y la retórica? Otro:
¿hay algunos «residuos» salvables, recuperables, del marxismo clásico?
En caso afirmativo, ¿qué hacer con ellos y cuál es su destino? La
respuesta de nuestros autores parece mucho menos inspirada en la
tradición de la filosofía política occidental que en las metáforas del
misticismo oriental. Tras las huellas de Buda, quien habría sentenciado
que así como los cuatro ríos que desembocan en el Ganges pierden sus
nombres en cuanto mezclan sus aguas con las del río sagrado, el futuro
del arroyuelo marxista no puede ser otro que diluirse en el gran río
sagrado de la «democracia radicalizada» […] «legando parte de sus
conceptos, transformando o abandonando otros, y diluyéndose en la
intertextualidad infinita de los discursos emancipatorios en la que la
pluralidad de lo social se realiza». (Laclau y Mouffe, 1987 [b]: p. 5).
Los argumentos del posmarxismo
Llegados a este punto, parece conveniente examinar, con un poco más
de detenimiento, los argumentos específicos que abonan este programa
de liquidación del marxismo clásico –piadosamente denominado
«deconstrucción» por Laclau y Mouffe– y su sustitución por una teoría
de la «democracia radicalizada». En esta sección analizaremos, en
consecuencia, algunas de las principales justificaciones que según ellos
fundamentan la necesidad de «subvertir» las categorías centrales del
marxismo clásico.

Contradicción social y lucha de clases en Marx
El punto de partida de la crítica posmarxista se encuentra en la
insalvable contradicción y ambigüedad que supuestamente desgarra la
obra teórica de Karl Marx: por una parte, la visión brillantemente
sintetizada en el «Prólogo» a la Contribución a la crítica de la economía
política, y en la cual se establece que el movimiento histórico se produce
como resultado de las contradicciones entre las fuerzas productivas y
las relaciones sociales de producción; por la otra, la afirmación que hizo
célebre al Manifiesto del Partido Comunista y que establece que la
historia de todas las sociedades que han existido hasta nuestros días es
la historia de la lucha de clases. La tesis de Laclau y Mouffe, tan audaz
como nebulosa, es que «la contradicción fuerzas productivas/relaciones
de producción es una contradicción sin antagonismo», mientras que «la
lucha de clases es, por su parte, un antagonismo sin contradicción»
(Laclau, 1993, p. 23).

¿Cómo comprender este verdadero acertijo, que se encuentra en la base
de –digámoslo de una buena vez– la radical incomprensión que
nuestros autores manifiestan en relación al marxismo clásico? A pesar
de la pasión «deconstructivista» que los devora, a la hora de definir los
conceptos centrales de su armazón teórica Laclau y Mouffe no aportan
muchas ideas «claras y distintas», como quería el bueno de Descartes.
En todo caso, una mirada al conjunto de la obra de Laclau nos permite
concluir que en su modelo teórico la contradicción no reposa en la
naturaleza de las relaciones sociales –que, para evitar polémicas
superfluas, digamos desde el inicio que siempre se manifiestan por
medio de un lenguaje– sino que aquélla es una construcción meramente
mental, una pura creación del discurso. Es por eso que al intentar
reproducir como un concreto pensado el carácter contradictorio y la
negatividad de lo real, la dialéctica se convierte ante los ojos de los
posmarxistas en una rotunda superchería.

En efecto, aceptar que en la vida social lo real se presenta, como lo
señalara Marx, como una «síntesis de múltiples determinaciones» o
como la «unidad de los contrarios» es algo que sobrepasa
irremediablemente los límites sumamente acotados y estériles de una
tradición intelectual como la positivista, habituada a moverse en los
confines estrechos y estériles de la lógica formal: existen el blanco y el
negro, el día y la noche; no hay tonos grises y el crepúsculo y el alba
son supersticiones propias de ignorantes (Kossik, 1967). Precisamente:
esta obstinación por desconocer el carácter dialéctico de la realidad
social que caracteriza al «posmarxismo» explica al menos en parte las
razones por las que, al examinar el fenómeno del populismo, Laclau
puede arribar a conclusiones tan espectaculares como la siguiente: «Se
ve, así, por qué es posible calificar de populistas a la vez a Hitler, Mao o
a Perón» (1978, p. 203). No hace falta ser un erudito en historia política
comparada para apreciar el gigantesco desatino de cualquier
conceptualización que coloque a Hitler, Mao y Perón en un mismo
casillero teórico. Pero el pensamiento lineal y mecánico es muy mal
consejero y es incapaz de dar cuenta de la historia real que, como es
bien sabido, no se desenvuelve de acuerdo a sus cánones
metodológicos.
Encerrado en sus propias premisas epistemológicas, la única
escapatoria que le queda a Laclau para dar cuenta del carácter
contradictorio de lo real –que estalla ante sus propios ojos– es postular
que las contradicciones de la sociedad son meramente discursivas y que
no están ancladas en la naturaleza objetiva (algo que no debe
confundirse con el «objetivismo») de las cosas. Conclusión interesante,
si bien un tanto conservadora: las contradicciones del capitalismo se
convierten, mediante la prestidigitación «posmarxista», en simples
problemas semánticos. Los fundamentos estructurales del conflicto
social se volatilizan en la envolvente melodía del discurso, y de paso, en
estos desdichados tiempos neoliberales, el capitalismo se legitima ante
sus víctimas pues sus contradicciones sólo serían tales en la medida en
que existan discursos que lacanianamente las hablen. La lucha de
clases se convierte en un deplorable malentendu. No hay razones
valederas que la justifiquen: ¡todo se reduce a un simple problema de
comunicación!
Aún así, aceptemos provisoriamente el razonamiento de nuestro autor y
preguntémosnos: ¿por qué no hay antagonismo en la contradicción
entre fuerzas productivas y relaciones de producción? Respuesta:
porque según Laclau el antagonismo supone un ámbito externo, factual
y contingente, que nada tiene que ver con aquello que en la tradición
marxista constituyen las «leyes de movimiento» de la sociedad. Veamos
la forma en que Laclau plantea el caso:
”Mostrar que las relaciones capitalistas de producción son
intrínsecamente antagónicas implicaría, por lo tanto, demostrar que el
antagonismo surge lógicamente de la relación entre el comprador y el
vendedor de la fuerza de trabajo. Pero esto es exactamente lo que no
puede demostrarse […] sólo si el obrero resiste esa extracción (de
plusvalía) la relación pasa a ser antagónica; y no hay nada en la
categoría de «vendedor de la fuerza de trabajo» que sugiera que esa
resistencia es una conclusión lógica.” (1993, p. 25).

De donde Laclau concluye que:
”En la medida en que se da un antagonismo entre el obrero y el
capitalista, dicho antagonismo no es inherente a la relación de
producción en cuanto tal sino que se da entre la relación de producción
y algo que el agente es fuera de ella –por ejemplo, una baja de salarios
niega la identidad del obrero en tanto que consumidor. Hay por lo tanto
una «objetividad social» –la lógica de la ganancia– que niega otra
objetividad –la identidad del consumidor. Pero si una identidad es
negada, esto significa que su plena constitución como objetividad es
imposible.” (1993, p. 33).

Tan preocupado está nuestro autor por combatir al «reduccionismo
clasista» y los múltiples esencialismos del vulgo-marxismo que termina
cayendo en la trampa del reduccionismo discursivo. En esta renovada
versión, ahora sociológica, del idealismo trascendental –ciertamente
pre-marxista, y no posmarxista, al menos cronológicamente hablando–
el discurso se erige en la esencia última de lo real. El mundo exterior y
objetivo se constituye a partir de su transformación en objeto de un
discurso lógico que le infunde su soplo vital y que, de paso, devora y
disuelve la conflictividad de lo real. La explotación capitalista ya no es
resultado de la ley del valor y de la extracción de la plusvalía, sino que
sólo se configura si el obrero la puede representar discursivamente o si,
como decía Kautsky, alguien viene «desde afuera» y le inyecta en sus
venas la conciencia de clase. La apropiación capitalista de la plusvalía,
como proceso objetivo, no sería así suficiente para hablar de
antagonismo o lucha de clases mientras los obreros no sean
conscientes de ello, se rebelen y resistan esa exacción. Conviene agregar
que nuestro autor pasa completamente por alto el examen de la
diversidad de formas que puede asumir la rebelión y la resistencia de
los explotados, algo difícil de entender dada la centralidad que estas
categorías tienen en su argumento y la rica variedad de experiencias
históricas disponibles para su análisis. Por otra parte, y tal como lo
vemos en la segunda cita, lo que está en juego no es la producción de la
riqueza social y la distribución de sus frutos, sino una nebulosa
identidad obrera como consumidor –a la Ralph Nader– que se vería
frustrada por el accionar de un empresario rapaz y prepotente.

No es ocioso recordar que estos temas habían sido ya abordados en los
escritos del joven Marx sobre Proudhon y, por lo tanto, difícilmente
puedan ser considerados como novedosas problemáticas originadas al
calor de una significativa renovación en el terreno de la teoría. En
efecto, para Marx el antagonismo era el rasgo decisivo de la
contradicción entre el trabajo asalariado y el capital. Pero ésto de
ningún modo significaba, en su interpretación, la conformación
automática de la clase obrera como un «sujeto» preconstituido, o como
una esencia eterna –y prescindente de todo discurso– predestinada por
un capricho de la historia a redimir a la humanidad. No consideramos
necesario, a esta altura de la historia, abrumar al lector con una
secuencia interminables de citas en donde Marx problematiza
precisamente el dificultoso tránsito de la «clase en sí» a la «clase para
sí». Por eso nos parece necesario evitar toda confusión entre Jean
Calvin, y su teoría de la predestinación, y la construcción teórica de
Marx. Precisamente, por no ser una suerte de «calvinista laico» Marx
decía que:

”La dominación del capital ha creado a esta masa una situación,
intereses comunes. Así, pues, esta masa es ya una clase con respecto al
capital, pero aún no es una clase para sí. Los intereses que defiende se
convierten en intereses de clase. Pero la lucha de clase contra clase es
una lucha política.” (1970, p. 158; véase también Przeworski, 1985)

Pocos años más tarde, en El Dieciocho Brumario, Marx completaría esta
idea diciendo que las condiciones objetivas de la «clase en sí» son sólo el
punto de partida de un largo y complejo proceso de formación de la
clase (que nada asegura vaya a culminar exitosamente) y para lo cual se
requieren además, y como mínimo, una clara conciencia de sus
intereses, una organización a nivel nacional que supere la
fragmentación y dispersión de las luchas locales y un instrumento
político capaz de guiar esa lucha (Marx y Engels, 1966, t. i, p. 318).

Estas ideas, que se reiteran a lo largo de medio siglo en innumerables
textos de Marx y Engels, socavan los fundamentos de toda crítica al
supuesto «determinismo» de la teoría marxista según el cual la
constitución del proletariado asume un carácter automático e
inevitable. Cabe entonces preguntarse: ¿quién es el verdadero
adversario contra el cual están debatiendo Laclau y Mouffe? ¿Es acaso
la mejor tradición marxista o tal vez la han emprendido contra alguna
versión canonizada de la obra de Marx perpetrada por alguna sedicente
Academia de Ciencias de algún país de Europa oriental? Lucha que, en
todo caso, nada tiene de malo a condición de que no se confunda el
esperpento del así llamado «marxismo-leninismo» con el pensamiento de
Marx. Nadie puede seriamente discutir la teoría neoliberal de Friedrich
von Hayek polemizando con los artículos del Selecciones del Reader’s
Digest, o refutando a los publicistas televisivos de Menem o Salinas de
Gortari. Volveremos sobre esto más adelante, pero nos parece que uno
de los graves problemas que daña irreparablemente toda la
argumentación de Laclau y Mouffe es precisamente el de construir una
caricatura del marxismo inspirada en las imágenes aberrantes del
«marxismo-leninismo» pergeñadas por los funcionarios del estalinismo y
luego, asumiendo que Pokrovski, Vishinkski o Konstantinov son lo
mismo que Marx, para lo cual es menester, sin duda, dejar de lado toda
sutileza analítica y entregarse desarmado a las llamas de la pasión,
proceder alegremente a su «demolición-deconstrucción».
Subordinación, opresión, dominación
En todo caso, y retomando el hilo de nuestra argumentación, nos
parece que la clave para descifrar el atolladero conceptual en que caen
Laclau y Mouffe se halla en el último capítulo de Hegemonía y estrategia
socialista, pues es precisamente allí donde se produce un deslizamiento
de decisiva importancia teórica al aparecer como expresión de la
conflictualidad de lo social el concepto de «subordinación». Es más,
cuando nuestros autores examinan las condiciones bajo las cuales la
subordinación se convierte en «una relación de opresión y se torna, por
tanto, la sede de un antagonismo» comienzan a advertirse con claridad
algunos de los problemas teóricos que socavan el ambicioso pero gris
edificio construido por Laclau y Mouffe (1987 [b]: p. 172). Llegados a
este punto, los autores afirman la necesidad de distinguir entre
relaciones de «subordinación», de «opresión» y de «dominación». Veamos
esto en más detalle.
Existiría «subordinación» cuando «un agente está sometido a las
decisiones de otro –un empleado respecto a un empleador, por ejemplo,
en ciertas formas de organización familiar, la mujer respecto al hombre,
etc.». Las relaciones de «opresión», a su vez, son un subtipo dentro de
las primeras y su especificidad radica en el hecho que «se han
transformado en sedes de antagonismos». Finalmente, las relaciones de
«dominación» son el conjunto de relaciones de subordinación
consideradas ilegítimas desde la perspectiva de un agente social exterior
a las mismas y que pueden «por tanto, coincidir o no con las relaciones
de opresión actualmente existentes en una formación social
determinada» (1987 [b]: p. 172).

El problema central, a juicio de Laclau y Mouffe, es determinar de qué
modo las relaciones de subordinación pueden dar lugar a relaciones de
opresión. Dado el carácter crucial de este pasaje conviene reproducirlo
en toda su extensión:

”Está claro por qué las relaciones de subordinación, consideradas en sí
mismas, no pueden ser relaciones antagónicas: porque una relación de
subordinación establece, simplemente, un conjunto de posiciones
diferenciadas entre agentes sociales, y ya sabemos que un sistema de
diferencias que construye a toda identidad social como positividad no
sólo no puede ser antagónico, sino que habría reunido las condiciones
ideales para la eliminación de todo antagonismo –estaríamos
enfrentados con un espacio social suturado del que toda equivalencia
quedaría excluida. Es sólo en la medida en que es subvertido el carácter
diferencial positivo de una posición subordinada de sujeto, que el
antagonismo podrá emerger. «Siervo», «esclavo», etc. no designan en sí
mismos posiciones antagónicas; es sólo en términos de una formación
discursiva distinta, tal como, por ejemplo, «derechos inherentes a todo
ser humano» que la positividad diferencial de esas categorías puede ser
subvertida y la subordinación construida como opresión.” (1987 [b]: pp.
172-173)

Este planteamiento suscita múltiples interrogantes. En primer lugar,
llama poderosamente la atención el vigoroso idealismo que impregna un
discurso en el cual el antagonismo y la opresión de siervos y esclavos
depende de la existencia una ideología que los racionalice y que
lacanianamente los «ponga en palabras». Si esto es así, los esclavos del
mundo antiguo y los siervos de la gleba medieval aparentemente deben
de haber ignorado que su «subordinación» a amos y señores encubría
una relación de antagonismo, hasta el afortunado momento en que un
aparato discursivo (¿el cristianismo, la Ilustración?) les reveló que sus
condiciones de existencia eran miserables y opresivas y que se hallaban
inmersos en una situación de enfrentamiento objetivo con sus
explotadores. Sin embargo, la historia no registra demasiados casos de
esclavos y siervos beatíficamente satisfechos con el orden social
imperante: de un modo u otro, ellos tenían algún grado de conciencia
acerca de su situación y siempre hubo alguna forma de discurso que se
hizo cargo de justificar su conformismo y sumisión, o bien, por el
contrario, de atizar las llamas de la rebelión. La consecuencia del
planteamiento de Laclau y Mouffe es que sólo hay explotación cuando
existe un discurso explícito que la desnuda ante los ojos de las
víctimas. Engels notaba con agudeza que las luchas campesinas en la
Alemania de la época de Lutero «aparecían» como un conflicto religioso
en torno a la Reforma y la sujeción a Roma, desligadas por completo de
la opresión terrenal que los príncipes y la aristocracia terrateniente
ejercían sobre sus súbditos. Sin embargo, continúa Engels, aquéllas
eran el síntoma en donde se manifestaban precisamente esos
antagonismos clasistas que la descomposición del orden feudal no hacía
sino exacerbar, y si los campesinos abrazaban la causa de la rebelión lo
hacían menos en virtud de las 95 tesis clavadas por el monje agustino
en la puerta de la Catedral de Wittenberg que por la explotación a que
eran sometidos por la nobleza alemana. (1926, cap. 2)

En todo caso, si admitimos como válida la formulación de Laclau y
Mouffe debemos también aceptar que antes de ese momento primigenio
y enigmático signado por la aparición del discurso lo que parecería
imperar en las sociedades clasistas era la serena gramática de la
subordinación. ¿Cómo comprender, entonces, la milenaria historia de
rebeliones, revueltas e insurrecciones protagonizadas por siervos y
esclavos muchísimo antes de la aparición de sofisticados argumentos en
favor de la igualdad –fundamentalmente en el Siglo de las Luces– o
convocando a la subversión del orden social? Parece necesario volver a
distinguir, tal como lo hiciera el joven Marx, entre las condiciones de
existencia de una clase «en sí» y los discursos ideológicos que, con
distintos grados de adecuación, exponen ante sus ojos el carácter
objetivo de su explotación y le permiten convertirse en una clase «para
sí». Aún el lector menos informado sabe que la historia de las rebeliones
populares es muchísimo más larga que la de los discursos y doctrinas
socialistas y/o igualitaristas. El generalizado sentimiento –difuso y,
muchas veces, apenas oscuramente presentido– de la injusticia ha
acompañado la historia de la sociedad humana desde tiempos
inmemoriales. Tal vez Laclau y Mouffe hubieran podido plantear mejor
el problema que los ocupa si hubieran tenido en cuenta aquellas sabias
palabras de Barrington Moore –un autor cuya afinidad con el
pensamiento marxista es innegable– cuando dice que:

«Durante las turbulencias sociales de los sesentas y comienzos de los
setentas se publicó en Estados Unidos un cierto número de libros con
variaciones en torno al título de ¿Por qué los hombres se rebelan? El
énfasis de este capítulo será exactamente el opuesto: hablaremos de por
qué los hombres y mujeres no se lanzan por el camino de la revuelta
social. Dicho en términos groseros, la pregunta central será la
siguiente: ¿qué debe ocurrirle a los seres humanos para que se sometan
a la opresión y la degradación?» (1978, p. 49)

Dicho de otra forma, la distinción entre subordinación y
opresión/antagonismo tiene un sesgo formal que, en gran medida,
obnubila y extravía el análisis concreto del funcionamiento de las
relaciones de subordinación en las sociedades «realmente existentes» y
no en aquellas que sólo existen en la rebuscada imaginación de los
«posmarxistas». Porque, como bien lo recuerda Moore, no existe la
subordinación sin su contracara, la rebelión, aunque ésta se exprese de
modo primitivo y mediatizado, desplazada hacia esferas celestiales
aparentemente disociadas de la sórdida materialidad de la sociedad
civil. Es precisamente el pertinaz desconocimiento de esta elemental
realidad lo que lleva a nuestros autores a sostener que «Nuestra tesis es
que sólo a partir del momento en que el discurso democrático está
disponible para articular las diversas formas de resistencia a la
subordinación, existirán las condiciones que harán posible la lucha
contra los diferentes tipos de desigualdad». (Laclau y Mouffe, 1987 [b]:
p. 173)
Dado que dicho discurso fue elaborado apenas a partir del siglo xviii,
¿cómo comprender el desarrollo histórico de las luchas sociales desde la
Antigüedad Clásica hasta el Siglo de las Luces? ¿O será tal vez que no
hubo lucha alguna contra «los diferentes tipos de desigualdad» hasta el
momento en que Jean-Jacques Rousseau publicara su célebre Discours
sur l’origine et les fondements de l’inegalité parmi les hommes en 1755?
Las crónicas historiográficas parecerían indicar que no fue ése
precisamente el caso, y que desde la más remota antigüedad hay
evidencias incontrovertibles de luchas y rebeliones populares en contra
de la así llamada «subordinación».

Por otra parte, nos parece que conviene subrayar el indudable «aire de
familia» que el argumento de Laclau y Mouffe guarda en relación a
algunas de las expresiones más claras del funcionalismo
norteamericano, en especial con la obra de Kingsley Davis y Wilbert E.
Moore sobre la estratificación social y las concepciones de Talcott
Parsons sobre el «sistema social». Para los primeros, la estratificación
social es un mero imperativo técnico, mediante el cual «la sociedad,
como mecanismo funcionante, debe distribuir de algún modo a sus
miembros en posiciones sociales e inducirlos a realizar las tareas
inherentes a esas posiciones» (1974, p. 97). No hay lugar –como
tampoco lo hay en el esquema teórico de Laclau y Mouffe– para pensar
en la posibilidad de que esa aparentemente inocente «distribución de
tareas» pueda depender de la existencia de un sistema de relaciones
sociales que establece (y no ciertamente por criterios y procedimientos
democráticos, o por la eficacia persuasiva del discurso dominante sino
mediante recursos opresivos y explotativos) quién produce qué, cómo y
cuándo, y qué parte le corresponde del producto social. (3)

Las semejanzas entre la concepción de Laclau y Mouffe y la de Talcott
Parsons, cuyos sesgos conservadores y apologéticos de la sociedad
capitalista son suficientemente conocidos, son más pronunciadas
todavía. La porfiada insistencia de nuestros autores en el sentido de que
las relaciones de subordinación, en su positividad, no pueden ser
antagónicas, es coincidente con la concepción parsoniana que concibe
el orden social a partir de la preeminencia de un sólido consenso de
valores. En la peculiar visión del sociólogo de Harvard el disenso y las
contradicciones sólo pueden ser descifradas como «patologías sociales»
producto de fallas en el proceso de socialización o de rupturas en las
cadenas semánticas que impiden que la gente se comprenda y se lance
a la arena del conflicto social. En efecto, a la clásica pregunta
hobbesiana acerca de cómo es posible el orden social, Parsons responde
apuntando al sistema simbólico: el orden es posible porque existe un
acuerdo sobre valores fundamentales. El conflicto, aún siendo
«endémico» –como decía Parsons en una reveladora metáfora médica– es
siempre marginal y para nada compromete la estructura básica del
sistema. Como es bien sabido, este enfoque ha sido criticado no sólo por
autores marxistas que señalaron las insanables limitaciones de una
teoría que no sólo «evapora» las clases sociales, el conflicto social y los
fundamentos estructurales de la vida social sino que, asimismo, postula
una inadmisible fragmentación de la totalidad social en una
multiplicidad de compartimientos estancos –los famosos «sub-sistemas»
parsonianos: la economía, la política, la cultura, la familia, etc.–
funcionando con total independencia unos de otros. La «gran teoría» de
Parsons, como la denominara C. W. Mills, también fue severamente
cuestionada por autores de inspiración liberal como Ralf Dahrendorf,
quien desde finales de los años cincuenta identificó con notable
precisión las insuperables limitaciones y el incurable irrealismo de un
esquema que –en sus rasgos fundamentales, si bien expresado con un
lenguaje distinto– reaparece ahora en la obra de Laclau y Mouffe. (4)
.
En síntesis, según Parsons, la sociedad (capitalista y desarrollada, se
sobreentiende, pues ése y no otro es el paradigma que orienta todas sus
reflexiones) se halla perfectamente integrada y sólo la presencia de un
agente externo –el «villano» al cual se refiere Dahrendorf, introductor del
virus de la discordia en la utópica sociedad parsoniana, o quizás el
nebuloso «exterior discursivo» de Laclau y Mouffe– puede hacer que la
natural y consensuada subordinación de las mayorías al dominio de la
clase dirigente sea sustituida por un antagonismo. La misma crítica que
a finales de los años cincuenta Dahrendorf formulara a Parsons –una
sociedad fantasiosamente «sobre-integrada», en la cual el conflicto está
ausente y cuando ocasionalmente aparece es por obra de un factor
externo– es pertinente para el modelo teórico desarrollado por Laclau y
Mouffe. Sólo que ahora el papel del «villano», reservado en la teorización
parsoniana a ciertos grupos imperfectamente socializados como los
«extremistas» de diverso signo y los enemigos de la propiedad privada y
el American Way of Life, lo pasa a desempeñar en la propuesta de
nuestros autores el «exterior discursivo». Se ratifica de este modo el
carácter externo y «contingente» del antagonismo y el conflicto en una
formación social dominada, como afirman Laclau y Mouffe, por la lógica
de la positividad (1987 [b]: pp. 172-173).

A lo anterior habría que agregar también la insistencia, de filiación
claramente weberiana, en concebir la «acción social» o las relaciones
sociales en un aislamiento tan espléndido como ilusorio,
independizadas de sus marcos estructurales y determinaciones
fundamentales. El corolario de esta verdadera «toma de partido» es que
la sociedad se convierte en un mero constructo metodológico, un
artefacto resultante de reintegrar arbitrariamente, por el capricho del
pensamiento, un complejo entramado de categorías analíticas
potencialmente combinables en una variedad infinita de formas. El «hilo
de Ariadna», al cual aluden Laclau y Mouffe, culmina previsiblemente
arrojando un piadoso manto de olvido sobre el fenómeno de la
explotación en las sociedades de clase –capitalistas o precapitalistas por
igual–, que así desaparece como por arte de magia del paisaje social,
cediendo su lugar a una aséptica «subordinación» que a todos iguala en
su encubridora abstracción. La sólida naturaleza explotativa de las
relaciones sociales en las sociedades clasistas se disuelve rápidamente
en el aire diáfano del nuevo reduccionismo discursivo, con lo cual –¡y
como si fuera un detalle intrascendente!– la crítica al capitalismo se
convierte en un asunto adjetivo y ocasional y la lucha por el socialismo,
cuya estrategia supuestamente debía esbozarse en la obra de nuestros
autores, se volatiliza hasta atomizarse por completo en los estériles
meandros de un insípido discurso sobre la democracia radical. Se
regresa, de este modo, a los planteamientos clásicos de Weber que, a
pesar de no haber sido citado en Hegemonía y estrategia socialista (al
igual que Parsons) proyecta todo el formidable peso de su teorización
sobre las supuestamente novedosas reconstrucciones teóricas del
«posmarxismo».

En realidad, el ocultamiento de la opresión clasista detrás de una
concepción extraordinariamente abstracta de la «acción social» es una
operación que el autor de Economía y sociedad había ya concluido
mucho antes que Laclau y Mouffe hubieran nacido. Es el mismo vino
viejo pero volcado en los nuevos odres del «posmarxismo»: si hay
explotación, ésta seguramente obedecerá a contingencias puntuales,
muy probablemente transitorias que, tal como dijera Weber, nada
tienen que ver con la estructuración compleja e indeterminada del
capitalismo moderno. La especificidad de éste también se diluye
mientras, por la vía contraria, se avala la idea de que en realidad este
tardocapitalismo de finales del siglo xx es, como dice Fukuyama, la
sociedad del «fin de la historia». O, como postulaba Parsons tras las
huellas de Durkheim, el punto final en el doloroso y milenario tránsito
desde la horda primitiva hacia la sociedad moderna.

Del marxismo, concebido como el análisis concreto de las totalidades
concretas, se pasa a una pseudototalidad indiferenciada, meramente
expresiva e invertebrada, en donde la estructuración de lo social es
resultado de una enigmática operación discursiva … hecha por la
potencia creadora del Lenguaje o descubierta, como en Weber, por la
perspicacia de los elaboradores de heurísticos «tipos ideales». En
realidad, el «posmarxismo» de Laclau y Mouffe se parece demasiado a
una tardía reelaboración de la sociología parsoniana de los años
cincuenta, sólo que con una envoltura diferente. ¿Será ésta la tan
mentada «superación» del marxismo de la cual hablan nuestros
autores?
La cuestión de la hegemonía
A partir de los planteamientos anteriores se comprende la centralidad
que asume la cuestión de la hegemonía en el modelo teórico de Laclau y
Mouffe: se trata nada menos que del instrumento que les permite
reconstruir a su antojo la fragmentación ilusoria de lo social, de suerte
tal que un discurso sobre la sociedad sea inteligible. Tal como era de
esperar habida cuenta del itinerario de sus razonamientos, la
concepción de la hegemonía a la que arriban Laclau y Mouffe se instala
muy lejos de las fronteras que definen y caracterizan al marxismo como
una teoría claramente diferenciable y delimitable en el campo de las
ciencias sociales. Esto, en sí mismo, nada tiene de malo o de
censurable: otros autores han utilizado la palabra «hegemonía» en un
sentido que poco o nada tiene que ver con el marxismo, dando pie a una
interesante discusión teórica y a un esclarecedor cotejo de
potencialidades explicativas (Keohane, 1987; Nye, 1990) (5). Lo que
introduce un elemento inaceptable de confusión –y recordemos con
Bacon que toda ciencia progresa a partir del error y no de la confusión–
es el hecho de que Laclau y Mouffe pretendan referir los frutos de su
idiosincrática teorización sobre la hegemonía a un añoso tronco, el
marxismo, que a estas alturas les es completamente ajeno. Vayamos al
grano.

En efecto, para nuestros autores la hegemonía es una vaporosa
«superficie discursiva» cuya relación con la teoría marxista se plantea
en estos términos:

“Nuestra conclusión básica al respecto es la siguiente: detrás del
concepto de «hegemonía» se esconde algo más que un tipo de relación
política complementario de las categorías básicas de la teoría marxista;
con él se introduce, en efecto, una lógica de lo social que es
incompatible con éstas últimas.” (1987 [b]: p. 3 [subrayado en el
original]).

La conclusión implícita de este razonamiento –en realidad una mera
ocurrencia– es que Gramsci no entendió nada, que no tuvo la menor
idea de la verdadera naturaleza de la relación entre las categorías que
estaba forjando –que él equivocadamente creía que pertenecían a la
tradición marxista– y las que habían creado Marx y Engels, y que el
conjunto de su teorización, que giraba en torno al concepto crucial de
hegemonía, en realidad aludía a una lógica de lo social que era
incompatible con la que postulaban Marx y Engels. No hace falta ser un
«marxólogo» o «gramsciólogo» diplomado para caer en la cuenta de lo
descabellado de esta interpretación. Es precisamente por eso que no se
comprenden las razones por las cuales Laclau y Mouffe refieren
permanentemente sus elaboraciones a un aparato teórico y conceptual
como el marxismo, que postula una lógica de lo social irreconciliable
con la que brota de sus peculiares reelaboraciones argumentativas. Si
esto es así, el status epistemológico del famoso «posmarxismo» se
reduce a un dato banal: los límites entre el marxismo y el
«posmarxismo» estarían trazados por consideraciones burdamente
cronológicas. Tal vez en el campo minado de las ciencias sociales esto
no suene demasiado absurdo, pero sin duda que en la física a nadie se
le ocurriría aplicar a un modelo teórico el calificativo de
«posteinsteiniano» por el sólo hecho de haber sido desarrollado con
posterioridad a Einstein, y muy especialmente si estas contribuciones
abjuran con entusiasmo de las premisas centrales de la teoría de la
relatividad y postulan un modelo interpretativo antagónico al de aquél.
En este caso el prefijo «pos» remitiría a un dato pueril: la mera sucesión
temporal. De este modo el «pos» oculta que se trata en realidad de una
ruptura y un abandono, en vez de ser la continuidad –renovada, crítica,
creativa– de un proyecto teórico. Esto quedó claramente expresado en la
entrevista que la revista Strategies le hiciera a Ernesto Laclau en marzo
de 1988, ocasión en la cual éste reafirmó que la categoría de
«hegemonía» equivale a un «punto de partida de un discurso
‘posmarxista’ en el seno del marxismo», y que permite pensar a lo social
como resultado de «la articulación contingente de elementos en torno de
ciertas configuraciones sociales –bloques históricos– que no pueden ser
predeterminadas por ninguna filosofía de la historia y que está
esencialmente ligada a las luchas concretas de los agentes sociales»
(1993, p. 194).

Estamos pues en presencia de un discurso neoestructuralista que
recupera la crítica de Althusser a propósito de la «eficacia específica» de
la superestructura, pero lo hace asumiendo el núcleo fundamental (y no
sólo su revalorización de los elementos superestructurales) de la
propuesta althusseriana sobre la ideología. Ésta es, en la interpretación
del autor de La revolución teórica de Marx, una «práctica productora de
sujetos», con lo cual se sientan las bases para una relectura en clave
idealista del marxismo que se presenta, sin embargo, con los ropajes de
una supuesta renovación «antirreduccionista» o, en los últimos trabajos
de Laclau, como el manifiesto liminar del «posmarxismo». En su
formulación positiva, esta posición se expresa en la «reivindicación» de
la temática gramsciana de la hegemonía entendida, claro está, desde la
concepción althusseriana de la ideología que obliga a imaginar un
Gramsci que, en realidad, sólo existe en las cabezas de Laclau y Mouffe.

En efecto, ¿de qué Gramsci se trata? De un Gramsci que, como
correctamente anota Laclau, considera a la ideología no como un
sistema de ideas o la falsa conciencia de los actores sino como un «todo
orgánico y relacional, encarnado en aparatos e instituciones que suelda
en torno a ciertos principios articulatorios básicos la unidad de un
bloque histórico», con lo cual se cierra la posibilidad de una visión
«superestructuralista» de la cultura y la ideología. Donde Laclau y
Mouffe se equivocan, sin embargo, es en su apreciación de que en
Gramsci los sujetos políticos se difuminan en enigmáticas voluntades
colectivas y en su negación del hecho de que los «elementos ideológicos
articulados por la clase hegemónica» tengan una pertenencia de clase
necesaria (Laclau y Mouffe, 1987 [b]: p. 78).

Es precisamente por ésto que, un par de páginas después, ambos
autores muestran su desazón ante la persistencia del marxismo de
Gramsci, para quien todo discurso hegemónico siempre remite –aunque
sea a través de una larga cadena de mediaciones– a una clase
fundamental. Este «núcleo duro» del pensamiento del fundador del PCI
constituye un obstáculo insalvable para las pretensiones del
posmarxismo, por cuanto el axioma idealista de la indeterminación de
lo social –o mejor, de su azarosa y contingente determinación por el
discurso– se estrella contra lo que con llamativa soberbia denominan
una concepción «incoherente» de Antonio Gramsci, puesto que:

«vemos que hay dos principios del orden social –la unicidad del principio
unificante y su carácter necesario de clase– que no son el resultado
contingente de la lucha hegemónica, sino el marco estructural necesario
dentro del cual toda lucha hegemónica tiene lugar. Es decir, que la
hegemonía de la clase no es enteramente práctica y resultante de la
lucha, sino que tiene en su última instancia un fundamento ontológico.
[…] La lucha política sigue siendo, finalmente, un juego suma-cero entre
las clases.» (Laclau y Mouffe, 1987 [b]: p. 80).

Sería largo tratar de dibujar el abismo insalvable que separa la
concepción marxista de la hegemonía con la que caracteriza a la obra de
Laclau y Mouffe.(6) Recordemos que para el italiano la hegemonía tenía
un fundamento clasista y se arraigaba fuertemente en el suelo de la
vida material. No es la religión quien hace a los hombres, ni son los
discursos hegemónicos quienes crean los sujetos de la historia. Por
cierto que, para Gramsci, la aparición de la hegemonía no es
automática ni se deriva mecánicamente del desarrollo de las fuerzas
productivas. Es bien conocido el hecho de que la constitución del
proletariado en fuerza social autónoma y consciente es un proceso,
largo, complicado y dialéctico. Es la práctica histórica de la lucha de
clases la que permite transitar ese ancho espacio que divide la clase «en
sí» de la clase «para sí», y en esta transición no hay nada mecánico ni
predestinado; y antes de la constitución autónoma del proletariado
como fuerza social es impensable cualquier intento de fundar un
proyecto contra-hegemónico al de la burguesía.

Contrariamente a lo que se plantea en las formulaciones
«posmarxistas», Gramsci nunca dejó de señalar el firme anclaje de la
hegemonía en el reino de la producción. Con una sensibilidad que lo
aleja del riesgo de cualquier reduccionismo sostenía que «si la
hegemonía es ético-política no puede no ser también económica, no
puede no tener su fundamento en la función decisiva que ejerce el
grupo dirigente en el núcleo decisivo de la actividad económica» (1966,
p. 31 [la traducción es nuestra]).

La hegemonía, diría también Gramsci en otro de sus escritos, es
liderazgo político y «dirección intelectual y moral», pero esta supremacía
no es aleatoria sino que, en sus propias palabras «nace de la fábrica».
Surge en el terreno originario de la producción y es allí donde se
encuentra su raíz, aun cuando para su pleno desarrollo debe
necesariamente trascender las fronteras de su espacio primigenio. Y en
el mundo de la producción hasta Weber coincide con Marx en afirmar
que nos encontramos con las clases sociales. Es por eso que la
hegemonía de una clase, y el bloque histórico que sobre ésta se
pretenda fundar, se enfrenta en su materialización con límites
impuestos por las condiciones económicas, sin que esto signifique, por
cierto, concebir esta restricción en un sentido determinista, absoluto y
exclusivo, es decir, «reduccionista». Como vemos, la concepción
gramsciana nada tiene que ver con el economicismo ni, menos aún, con
el idealismo de aquellas concepciones según las cuales el discurso
inventa sus propios «soportes terrenales». No negamos que el problema
de la hegemonía pueda –aún equivocadamente– plantearse en esos
términos. Creemos, sin embargo, (a) que éste no es un modo adecuado
de encarar el asunto, toda vez que peca de una inadmisible
unilateralidad; (b) que un abordaje de este tipo se sitúa más allá de los
límites del materialismo histórico y que, por consiguiente, resulta una
operación imposible de fundamentar acudiendo al rico y fecundo legado
gramsciano.

Esta «deconstrucción posmarxista» de la hegemonía cierra su círculo
con una mistificación absoluta del concepto, y en cuanto tal sufre de los
mismos defectos que el joven Marx advirtiera en el idealismo hegeliano.
Por eso es que nos parece pertinente recordar sus palabras:

“Hegel adjudica una existencia independiente a los predicados, a los
objetos. […] El sujeto real aparece después, como resultado, en tanto
que hay que partir del sujeto real y considerar su objetivación. La
sustancia mística llega a ser, pues, sujeto real, y el sujeto real aparece
como distinto, como un momento de la sustancia mística. Precisamente
porque Hegel parte de los predicados de la determinación general en
lugar de partir del ser real [sujeto], y como necesita, sin embargo, un
soporte para esas determinaciones, la idea mística viene a ser el
soporte.” (Marx, 1968: p. 33)

Para resumir, la «renovación posmarxista» de la teoría de la hegemonía
tiene mucho más en común con el idealismo hegeliano que con la teoría
marxista. En cuanto tal, se limita a recortar caprichosamente ciertos
aspectos parciales y descontextualizados de la temática gramsciana, los
cuales son reinterpretados en clave idealista para así fundamentar una
concepción de lo social que se halla en las antípodas del marxismo y
que, lejos de ser su superación, implica un gigantesco salto hacia atrás,
a las concepciones hegelianas sobre el Estado y la política. Laclau y
Mouffe están en lo cierto al propiciar, al igual que numerosos teóricos
marxistas, una radical revalorización del crucial papel que le caben a la
ideología y a la cultura, asuntos por los cuales el marxismo vulgar ha
demostrado un injustificable desprecio. Sin embargo, su tentativa
naufraga en los arrecifes de un «nuevo reduccionismo» cuando su
crítica al esencialismo clasista y al economicismo del marxismo de la
Segunda y la Tercera Internacionales remata en la exaltación de lo
discursivo como un nuevo y hegeliano Deus ex machina de la historia.
Para su desgracia, no hay un reduccionismo «bueno» y otro «malo»; no
existe el reduccionismo virtuoso –no esencialista, no economicista–
capaz de conjurar los males ocasionados por su gemelo vicioso.

¿Renovación o liquidación del marxismo?
A lo largo de toda su obra, Laclau se ha reconocido «dentro» del
marxismo. A esta altura de su trayectoria intelectual, y teniendo a la
vista las extravagantes conclusiones a las que llega su pensamiento, es
legítimo preguntarse acerca del «lugar teórico» donde efectivamente se
encuentra parado. En este sentido, la crítica que formulara Agustín
Cueva a los «posmarxistas» latinoamericanos conserva en el caso de
Laclau toda su pertinencia. Decía aquél que con la expresión
«posmarxista» se quería transmitir la equívoca impresión de un corpus
teórico que era a la vez continuador y superador del legado de Marx,
cuando en realidad este calificativo resume la producción de un
conjunto de autores que alguna vez habían sido marxistas pero que ya
no lo eran más. En este sentido, concluía Cueva, el «posmarxismo»
debería en rigor denominarse «ex marxismo» (1988, p. 85).
Crónica de una muerte anunciada
Sin embargo, es obvio que Laclau no cede posiciones muy fácilmente.
Pese a que sus contradicciones con el pensamiento de Marx son
flagrantes y sus diferencias insalvables, persiste empecinadamente en
referenciar sus construcciones conceptuales en la obra del autor de El
Capital. En un acto de aberrante necrofilia intelectual extiende un
nuevo «certificado de defunción» del marxismo para luego afirmar, sin
falsos escrúpulos ni remordimientos, que se ha quedado con los
mejores despojos del difunto. Según sus propias palabras «yo no he
rechazado al marxismo. Lo que ha ocurrido es muy diferente, y es que
el marxismo se ha desintegrado y creo que me estoy quedando con sus
mejores fragmentos». (Laclau, 1993, p. 211)

Ante lo temerario de esta afirmación cabe formular dos observaciones.
Primero, sobre la «desintegración» del marxismo, asimilada por Laclau a
la implosión de la URSS y al colapso del bloque de las así llamadas
«democracias populares» del Este europeo. Cualquier historiador de las
ideas podría rebatir su aseveración apuntando, por un lado, a la
«autonomía relativa» de los sistemas de pensamiento en relación con
sus fundamentos estructurales. No deja de ser paradojal que un autor
como Laclau, obsesionado por la miseria del reduccionismo, caiga en un
razonamiento tan groseramente reduccionista como los que ha
combatido con fiereza en sus adversarios. La grandeza de la filosofía
griega no se derrumbó con la decadencia de Atenas; el cristianismo
sobrevivió primero a la caída del Imperio Romano, que lo había
proclamado su «religión oficial», y más tarde a la descomposición del
orden feudal que había colaborado en sacralizar; y el liberalismo no
sucumbió pese a las dramáticas transformaciones experimentadas por
la sociedad burguesa desde la segunda mitad del siglo xvii. ¿Por qué el
marxismo habría de ser la excepción? ¿Por el colapso de la Unión
Soviética? No parece un argumento serio, digno de ser esgrimido por
quien se autoproclama como el heredero de los mejores fragmentos de
la obra de Marx. Podríamos reconocer, sin duda alguna, que el
derrumbe del sistema de relaciones sociales sobre los cuales reposan
los distintos productos culturales, desde el arte hasta la filosofía,
modifican en parte su carácter y su función social. Pero de ahí a
pregonar su «desintegración» o su desaparición hay un largo trecho.
Previamente habría que demostrar, claro, que el marxismo como ciencia
y como filosofía era una criatura engendrada por la revolución de
Octubre y que sólo sobreviviría como un parásito cultural del régimen
soviético. Por supuesto que estas elementalísimas consideraciones no
fueron ni siquiera contempladas por nuestro autor.

En segunda instancia, Laclau parecería ignorar que el marxismo como
corpus teórico ya ha dado muestras de su capacidad para sobreponerse
a las atrocidades y bancarrota de los regímenes políticos y partidos que
se fundaron en su nombre. Es más, en el plano de la teoría social se ha
producido un saludable despertar del interés por las ideas de la
tradición marxista, cosa que ya se ha hecho evidente especialmente en
el mundo anglosajón, en partes de Europa occidental y, en menor
medida, en América Latina. Esto se refleja, entre otras cosas, en el
número creciente de cátedras, estudios, revistas y publicaciones
dedicadas al tema, algo embarazoso para quienes, como Laclau, se
empeñaron en anunciar la muerte del marxismo. En la conferencia
inaugural que Eric Hobsbawm pronunciara en el encuentro
internacional reunido en mayo de 1998 en París, para conmemorar el
sesquicentenario de la publicación del El Manifiesto Comunista, el
historiador británico sostuvo que la inusitada repercusión mundial de
dicha celebración –reflejada en publicaciones masivas tan poco
propensas a exaltar los méritos o la validez del marxismo como la
revista New Yorker o los periódicos The New York Times o Los Angeles
Times– hubiera sido simplemente impensable hace menos de diez años
atrás, cuando los fragores del derrumbe del Muro de Berlín hicieron que
muchos creyeran que bajo sus escombros yacía no sólo el «socialismo
realmente existente» sino también el marxismo como teoría social.
Laclau y Mouffe se cuentan ciertamente entre aquellos que
confundieron al marxismo con el estalinismo. En todo caso, las
ambigüedades y las incertidumbres generadas por tan temeraria
identificación retornan por la puerta trasera del «posmarxismo» cuando
Laclau no cesa de referirse obsesivamente a un objeto que, según sus
propias palabras, se ha desintegrado y ya no existe. Pues, si así fuera:
¿cómo entender tamaña obstinación para pelearse con un muerto? En
el Leviatán Thomas Hobbes recordaba con su habitual sarcasmo que
«los hombres contienden con los vivos, no con los muertos» y que
quienes incurren en tales prácticas sólo certifican con su
empecinamiento la vitalidad del presunto difunto (1980, p. 80).
Por otra parte, la desafortunada frase «quedarse con los mejores
fragmentos» revela elocuentemente la extraordinaria penetración del
pensamiento positivista en las huestes del «posmarxismo», y sería difícil
convencer a un observador imparcial que la adhesión a una tradición
epistemológica tan desacreditada en nuestros días como el positivismo
pudiera ser interpretada como un signo de audaz innovación
intelectual. En relación a esto remitimos al lector a las observaciones
realizadas en el capítulo anterior y en particular a los análisis de Gyorg
Lukács sobre el tema (1971, p. 27). El pensamiento fragmentador, rasgo
distintivo del positivismo, es incapaz de aprehender la realidad en su
totalidad, descompone sus partes y las reifica como si fueran entidades
autónomas e independientes: ergo, la economía, la sociología, la
antropología, la ciencia política, la geografía y la historia se constituyen
como «ciencias sociales» autónomas y separadas, cada una de las
cuales ofrecen sus inútiles «explicaciones» especializadas referidas a
fragmentos ilusorios de lo social –la economía, la sociedad, la cultura, la
política, etc.– carentes en su aislamiento de toda sustancialidad.

Un juego nada inocente:
construir, deconstruir y reconstruir teorías

Seguramente, Laclau está convencido de haberse apropiado de los
«mejores fragmentos» del marxismo. Pero no deja de llamar la atención
el hecho de que ya sean unos cuantos los estudiosos que se declaran
incapaces de descubrir cuáles son dichos fragmentos y todavía muchos
más quienes confiesan su imposibilidad de establecer una
correspondencia entre la construcción teórica emprendida con ellos y la
tradición intelectual fundada por el filósofo de Tréveris. (7) Por otra
parte, esta pretensión de conservar los insondables «mejores
fragmentos» del marxismo es contradictoria con la aserción de Laclau
de que «lo importante fue la deconstrucción del marxismo, no su mero
abandono». En ese mismo tramo de su entrevista con Strategies, Laclau
sostiene (esta vez con razón) que «la relación con la tradición no debe
ser de sumisión y repetición sino de transformación y crítica» (1993, p.
189).
En todo caso, dos cuestiones podrían ser planteadas en relación con
estas afirmaciones. En primer lugar, ¿hasta qué punto es posible
«deconstruir» teorías sociales y proceder a «reconstruirlas» creando de
este modo nuevas figuras, formas e imágenes conceptuales? Los
«posmarxistas» parecerían no estar conscientes de que una operación
intelectual como ésta reposa sobre una insostenible premisa positivista
y mecanicista: la idea de que las teorías son simples colecciones de
«partes y fragmentos» que, como las vigas, columnas, tuercas y tornillos
de plástico de los juegos infantiles de construcción, pueden ser
recombinados ad infinitum. ¿Es razonable pensar que de la
«deconstrucción» de Hobbes resultará un Locke? ¿Podremos
«deconstruir» a Rousseau para así inventar a Tocqueville? ¿Iría un Marx
«deconstruido» a resucitar como un híbrido de Lacan, Derrida, Hegel,
Weber y Parsons? En términos de un análisis filosófico riguroso una tal
«deconstrucción» no es más que un juego de palabras, un auténtico non
sense expresado, eso sí, con la jerga y la aparente profundidad del
cánon estético y teórico del posmodernismo que tantos estragos ha
causado en el pensamiento crítico. Quedaría por indagar la función que
cumple semejante disparate. Una primera hipótesis subrayaría la
importancia que tienen las «deconstrucciones» del posmodernismo para
desarmar ideológicamente –por medio de engaños, confusiones
premeditadas y trucos de diverso tipo– a los adversarios del capitalismo,
generando de ese modo actitudes resignadas, escapistas o conformistas
que refuerzan la estabilidad del sistema. Pero preferimos, por ahora, no
adentrarnos en este tipo de conjeturas.

En segundo término, lo que no está claro en ninguna parte de la obra
de Laclau y Mouffe es la demostración de que la tradición marxista se
haya convertido en un obstáculo a la creatividad y a la inscripción de
nuevos problemas, lo que deja a todo su esfuerzo por fundar el
«posmarxismo» en una posición un tanto desairada. Porque, tal como
anotábamos más arriba: ¿con quiénes están polemizando estos
autores? La impresión que se lleva quien se proponga examinar objetiva
y desapasionadamente su obra, y que a su vez reconozca la inteligencia
y sistematicidad de su reflexión, no puede sino llegar a la conclusión de
que nuestros autores están enzarzados en una estéril y anacrónica
polémica contra las peores deformaciones del marxismo de la Segunda y
la Tercera Internacionales, y muy especialmente contra las diversas
manifestaciones de la vulgata estalinista. Por eso, cuando Laclau piensa
en el marxismo lo imagina en los mismos términos que utilizara la
tristemente célebre Academia de Ciencias de la URSS, al definirlo como:
”una teoría que se basa en la gradual simplificación de la estructura de
clases bajo el capitalismo y en la creciente centralidad de la clase obrera
(o que propone) considerar al mundo como fundamentalmente dividido
entre capitalismo y socialismo, y que el marxismo es la ideología de este
último.” (Laclau, 1993, pp. 213-214)

La pregunta más elemental que deberíamos formular es la siguiente:
¿qué marxista se reconoce en una caricatura como ésta en contra de la
cual Laclau y Mouffe levantan todo su alambicado edificio teórico?
¿Quién, salvo un burócrata de la difunta Academia de Ciencias de la
URSS, podría salir a defender tamañas simplezas? Laclau y Mouffe
ofenden la inteligencia de sus lectores, cuando en su afán por criticar el
marxismo se convierten en el negativo de quienes con sus tristemente
célebres «manuales» asolaron los países del Este en nombre del
socialismo. Éstos caricaturizaron toda la historia del pensamiento
político diciendo, por ejemplo, que Jean-Jacques Rousseau fue apenas
un «ideólogo de la pequeña burguesía», y que como desconocía «la
existencia de la lucha de clases» debió recurrir al concepto «abstracto de
pueblo» para hablar de la soberanía política. Estos distinguidos
«académicos» –muchos de los cuales se convirtieron, al igual que el
antiguo Secretario de Acción Ideológica del Partido Comunista de la
Unión Soviética, Boris Yeltsin, en vociferantes propagandistas del
neoliberalismo– caracterizaron burdamente a Maquiavelo como «uno de
los primeros ideólogos de la burguesía», y terminaron acusándolo de
sostener que la «base de la naturaleza humana (es) la ambición y la
codicia, y que los hombres son malos por naturaleza» (Pokrovski et al.,
1966, pp. 215-222 y 144-145, respectivamente). Laclau y Mouffe
proceden de la misma manera con el marxismo: construyen una
caricatura –una teoría reduccionista, esencialista, economicista,
objetivista, etc.– y luego proceden alegremente a destruirla. Tenemos
derecho a preguntar: ¿por qué y para qué?

Ignoro las razones por las cuales Laclau se concentra con tanta fruición
en las ramas marchitas del árbol, dejando de lado aquellas que han
reverdecido o las que se encuentran florecidas. La asimilación entre
marxismo y marxismo vulgar –que refleja la otra ecuación, más
ominosa, entre marxismo y «socialismo real»– se torna sospechosa
cuando a lo largo de toda su obra se presta escasísima o ninguna
atención a los desarrollos teóricos experimentados por el marxismo en
los últimos veinte o treinta años. ¿Cómo es posible que la obra de
intelectuales de la talla de Elmar Altvater, Samir Amin, Perry Anderson,
Giovanni Arrighi, Etienne Balibar, Rudolf Bahro, Robin Blackburn,
Samuel Bowles, Robert Brenner, Alex Calinicos, Gerald Cohen, Agustín
Cueva, Maurice Dobb, Florestán Fernandes, Jon Elster, Norman Geras,
Herbert Gintis, Pablo González Casanova, Eric Hobsbawm, John
Holloway, Frederic Jameson, Oskar Lange, Michel Löwy, Ernest Mandel,
C. B. MacPherson, Ellen Meiksins Wood, Michel Kalecky, Ralph
Miliband, Nicos Mouzelis, Antonio Negri, Alex Nove, Claus Offe, Adam
Przeworski, John E. Roemer, Manuel Sacristán, Pierre Salama, Adolfo
Sánchez Vázquez, Göran Therborn, E. P. Thompson, Jean-Marie
Vincent, Immanuel Wallerstein, Raymond Williams y tantos más haya
pasado completamente inadvertida para Laclau y Mouffe, ignorando
una labor teórica muchas veces polémica pero siempre innovadora y
creativa dentro del campo del marxismo? Para ninguno de estos autores
la tradición marxista parece haber sido un obstáculo para la
«inscripción» de las novedades de su tiempo en el corpus de la teoría y
para hallar en ella los estímulos a la creatividad que caracterizan a una
tradición intelectual palpitante y fecunda. Sin embargo, ambos autores
parecen no haberse enterado de estas posibilidades.

Liquidar la caricaturaPor el contrario, tanto Laclau como Mouffe consideran necesario fundar
el «posmarxismo», para abandonar una vieja tradición cuyos propios
manantiales habrían estado envenenados desde sus orígenes. Sin
embargo, a lo largo de su extensa obra no se encuentran argumentos
valederos y convincentes que respalden esta pretensión. Más allá de su
rebuscada retórica lo que queda, en el fondo, es un lugar común: una
crítica en bloque al marxismo tal como se reitera desde el mainstream
de las ciencias sociales norteamericanas, salpicada aisladamente con
alguna que otra interesante observación la que, sin embargo, no
alcanza a corregir las distorsiones interpretativas que vician el conjunto
de sus planteamientos.

Una muestra pequeña pero harto significativa de la ligereza con que se
encara la crítica de la tradición marxista la provee, por ejemplo, la
extensa cita del famoso «Prólogo» de Marx a la Contribución a la crítica
de la economía política que Laclau reproduce en Nuevas Reflexiones
(1993, p. 22). Este pasaje fue tomado de una traducción al español de
un texto originalmente escrito en alemán y a partir del cual se
«certificaría» científicamente el carácter determinista del marxismo con
las pruebas que ofrece una palabra –bedingen– torpemente traducida,
por razones varias y acerca de las cuales es preferible no abundar,
como equivalente a «determinar», bestimmen en alemán. Sin embargo,
de acuerdo al Diccionario Langenscheidts Alemán-Español los verbos
bedingen y bestimmen tienen significados muy diferentes. Mientras que
traduce al primero como «condicionar» (admitiendo también otras
acepciones como «requerir», «presuponer», «implicar», etc.), el verbo
bestimmen es traducido como «determinar», «decidir», o «disponer». En el
famoso pasaje del «Prólogo» Marx utilizó el primer vocablo, bedingen, y
no el segundo, pese a lo cual la crítica tradicional del pensamiento
liberal burgués –del cual el «posmarxismo» es claramente tributario– ha
insistido en subrayar la afinidad del pensamiento teórico de Marx con
una palabra que éste prefirió omitir utilizando otra en su lugar. Habida
cuenta de la maestría con que Marx se expresaba y escribía en su
lengua materna y del cuidado que ponía en el manejo de sus términos,
la sustitución de un vocablo por el otro difícilmente podría ser
considerada como una inocente travesura del traductor o como un
desinteresado desliz de los críticos de su teoría. Que Laclau no haya
reparado en un «detalle» como éste, en el contexto de acusaciones
teóricas tan categóricas como las que formula, habla de una ligereza de
juicio excesivamente riesgosa.
Esta sesgada interpretación de la voz en cuestión reaparece
nuevamente, también en Nuevas reflexiones, en el contexto de una
polémica con Norman Geras y que lleva a Laclau a cometer un nuevo
error al afirmar que «el modelo base/superestructura afirma que la base
no sólo limita sino que determina la superestructura, del mismo modo
que los movimientos de una mano determinan los de su sombra en una
pared» (1993, p. 128 [subrayado en el original]). Este pasaje da pie a
dos breves observaciones: primero, tal como lo vimos más arriba, Marx
empleó la palabra «condicionar» y no «determinar». Por lo tanto, no
estamos aquí en presencia de una discusión hermenéutica acerca de la
«interpretación» correcta de lo que Marx realmente dijo sino de algo
mucho más elemental: del pertinaz empecinamiento de sus críticos a
aceptar que él dijo lo que quería decir y que al elegir el término
bedingen en lugar de bestimmen Marx explícitamente rechazó el uso de
una palabra que le habría impreso un giro fuertemente determinista a
todo su argumento teórico. Sea por ignorancia o por un arraigado
prejuicio lo cierto es que la flagrante tergiversación de lo que Marx dejó
prolijamente escrito en buen alemán ha potenciado los gruesos errores
interpretativos de Laclau en relación con la teoría marxista. Segundo, y
esto puede ser apenas una curiosidad: ¿qué marxista digno de ese
nombre utiliza en estos días un modelo determinista como el de «la
mano y su sombra» que tanto inquieta el sueño de Laclau y Mouffe?
Una estrategia socialista … ¡para consolidar el capitalismo!A todo lo anterior podría agregarse una afirmación del propio Laclau,
cuando dice que hay una buena razón política para hablar de
«posmarxismo», y es la conveniencia de hacer con el marxismo lo mismo
que se ha hecho con otras ideologías (como el liberalismo o el
conservadurismo, por ejemplo): convertirlo en un «vago término de
referencia política, cuyo contenido, límites y alcance debe ser definido
en cada coyuntura». El marxismo, pulcramente diluido, se convertiría
en un «significante flotante» tan misterioso como inocuo que abriría la
posibilidad de construir ingeniosos «juegos de lenguaje», a condición,
advierte Laclau con severidad, de que mediante los mismos «no se
pretenda descubrir el real significado de la obra de Marx» pues éso
carece de relevancia (1993, p. 213). El propósito de esta operación es de
una claridad meridiana: se trata de liquidar el marxismo –y, por
extensión, el socialismo– como utopía liberadora y como proyecto de
transformación social, diluyéndolo en el magma neoconservador del «fin
de las ideologías». En este sentido, las implicaciones «reaccionarias» de
la obra de Laclau y Mouffe son evidentes y quedan claramente
expuestas desde las páginas iniciales de su Hegemonía y estrategia
socialista, cuando en el mismo «Prefacio a la edición española» se
sostiene que en dicho libro se plantea una:

“redefinición del proyecto socialista en términos de una radicalización
de la democracia; es decir, como articulador de las luchas contra las
diferentes formas de subordinación –de clase, de sexo, de raza, así como
de aquellas otras a las que se oponen los movimientos ecológicos,
antinucleares y antiinstitucionales. Esta democracia radicalizada y
plural, que proponemos como objetivo de una nueva izquierda, se
inscribe en la tradición del proyecto político «moderno» formulado a
partir del Iluminismo.” (1987, p. ix).

Ningún socialista podría disentir de tan bellos propósitos, siempre y
cuando el logro de estas metas no implique sacrificar el objetivo de
superar históricamente el capitalismo, algo que ni siquiera Edouard
Bernstein –»revisionista» pero socialista al fin– estuvo dispuesto a
admitir. Sin embargo, ésto es precisamente lo que encontramos al final
del laberíntico discurso de Laclau y Mouffe: el socialismo se ha
volatilizado por completo toda vez que el objetivo supremo de la nueva
izquierda es una democracia «radicalizada y plural». De este modo se
pone fin al trayecto teórico-político recorrido por nuestros autores: tras
comenzar con una crítica epistemológica y abstracta a los marxismos de
la Segunda y la Tercera Internacionales se concluye con una sigilosa
capitulación en donde el objetivo esencial del socialismo, la sustitución
de la sociedad capitalista por otra más justa, humana y liberadora,
queda definitivamente silenciado en aras de una tan etérea como
inverosímil profundización de la democracia. Sin decirlo, los autores
comparten las tesis de Francis Fukuyama y toda la derecha moderna
que consagra el capitalismo como el estadio final de la historia humana.
Así, la supuesta renovación del marxismo se efectuó tan
meticulosamente y con tanto ahínco que en su fervor innovador los
«renovadores» terminaron pasándose al bando contrario: en su rápido
desplazamiento arrojaron por la borda la crítica al capitalismo y la
necesidad de superarlo, convirtiéndose objetivamente en sus sibilinos
apologistas.
Lo anterior salta a la vista cuando se examina más detenidamente el
significado de la «democracia radicalizada» de Laclau y Mouffe y la obra
posterior de ambos autores, en donde su lisa y llana adhesión al
liberalismo se manifiesta sin ninguna clase de cortapisas. El debate ya
no es con «los restos del marxismo» sino en cómo situarse entre Rawls y
Rorty. (8) En todo caso, y retomando el hilo de nuestra argumentación,
nos parece cuestionable tanto desde el punto de vista de la rigurosidad
intelectual como desde la coherencia política, tratar un tema como el de
la radicalización de la democracia sin por lo menos proceder a
reexaminar lo que Rosa Luxemburg, desde el corazón mismo de la
tradición marxista, escribiera al respecto. (9) Una reflexión como la que
hacen Laclau y Mouffe, cual si fueran Adán y Eva el primer día de la
creación del mundo, poco ayuda a su autodeclarado propósito de
renovar críticamente el pensamiento marxista. En segundo término, el
planteamiento de nuestros autores es por lo menos vago, y por
momentos peligrosamente confuso. En efecto, no se puede afirmar
alegremente que «la tarea de la izquierda no puede por tanto consistir
en renegar de la ideología liberal-democrática sino al contrario, en
profundizarla y expandirla en la dirección de una democracia
radicalizada y plural» (1987 [b]: p. 199).
Laclau y Mouffe son profesores de teoría política y no pueden ignorar
que la posibilidad de «profundizar y expandir» la ideología liberaldemocrática
no es algo que pueda hacerse mediante un ejercicio
retórico o una invocación a la buena voluntad de hombres y mujeres, al
margen de los condicionantes que dicha ideología tiene en funcion de su
articulación –nada contingente, por cierto– con una estructura de
dominio y explotación clasista, en cuyo seno dicha ideología se
desarrolló y a cuyos intereses fundamentales sirvió diligentemente
durante tres siglos. Aquí el «instrumentalismo» de Laclau y Mouffe es
tan burdo que recuerda a esa verdadera caricatura del leninismo que
los autores construyeron en su obra con el ánimo de despacharlo sin
ningún tipo de reparos. Sólo que el nuevo «instrumentalismo» de Laclau
y Mouffe pertenece, aparentemente, a una variedad benigna que no
despierta la menor preocupación en nuestros autores. ¿Creen éstos que
es tan sencillo «hacer romper al liberalismo su articulación con el
individualismo posesivo» (1987 [b]: p. 199)? Si así fuera, la historia de la
democracia habría sido muchísimo más pacífica y apacible: hubiera
bastado con ir de a poco debilitando los vínculos entre liberalismo y
explotación clasista para que, una radiante mañana, los burgueses
liberales hubiesen amanecido como demócratas radicales ad usum
Laclau y Mouffe. ¿Por qué si el liberalismo tiene una historia tres veces
centenaria la democracia es una frágil y reciente adquisición de algunas
pocas sociedades capitalistas? ¿Será porque a nadie se le ocurrió
pensar en producir esa ruptura entre liberalismo y dominación
burguesa? ¿O será tal vez porque esa tarea de profundizar y expandir la
democracia liberal en una dirección «radicalizada y plural» tropieza con
límites estructurales y de clase que hacen que dicha empresa requiera
para su materialización lo que con mucha elegancia Barrington Moore
denominaba «una ruptura violenta con el pasado», es decir, una
revolución (1966)? ¿Por qué será que Laclau y Mouffe no pueden citar
ni un sólo ejemplo de una democracia «radicalizada y plural» en el
capitalismo contemporáneo? Respuesta: porque no existe.

Nuestros autores pueden formular estas temerarias propuestas acerca
de la ilimitada elasticidad ideológica del liberalismo porque su visión
«posmarxista» del mundo les impide percibir lo social como una
totalidad y el «efecto embudo» de su perspectiva teórica les inhibe
apreciar las conexiones existentes entre discursos, ideologías, modos de
producción y estructuras de dominación. La radical e insuperable
fragmentación de la realidad social tal cual ésta aparece en los
meandros de su argumentación hace que todo sea posible, hasta una
conversión del liberalismo y su transformación en una ideología
democrática en donde por imperio de los «juegos de lenguaje» y los
«significados flotantes» se disuelven todos los condicionamientos
clasistas, sexistas, racistas, lingüísticos, religiosos y culturales que
caracterizaron al liberalismo desde sus orígenes. Ni siquiera un
conservador ilustrado como Tocqueville creía que esto fuera posible,
para no hablar de Max Weber, pero esto no arredra la audacia de
nuestros autores.(10)

Capitalismo, socialismo, democracia
¿Debemos, por lo tanto, rechazar la propuesta de «profundizar y
extender la democracia», tan cara a los «posmarxistas»
latinoamericanos? De ninguna manera. Pero un programa de este tipo
exige un planteamiento radicalmente distinto del que sugieren Laclau y
Mouffe, lo que supone antes que nada una apreciación realista del
significado de la democracia burguesa y una labor de implacable
desmitificación, pues de lo contrario toda su bella propuesta reposaría
sobre una ilusión.

En este sentido las reflexiones de Rosa Luxemburg –ya en la cárcel y
siguiendo con atención los primeros pasos de la revolucion rusa– son de
extraordinaria importancia porque, contrariamente a lo que proponen
nuestros autores, recuperan el valor de la democracia sin legitimar el
capitalismo y sin arrojar por la borda la utopía y el proyecto socialistas.
Decía la revolucionaria polaca:

“Lo que esto significa es lo siguiente: siempre hemos distinguido el
núcleo social de la forma política de la democracia burguesa. Siempre
hemos revelado el núcleo duro de desigualdad social y falta de
libertades que se oculta bajo la dulce envoltura de la igualdad y las
libertades formales. Pero no para rechazar estas últimas sino para
impulsar a la clase trabajadora a no conformarse con la envoltura sino
a conquistar el poder político; a crear una democracia socialista para
reemplazar a la democracia burguesa, no a eliminar a la democracia.”
(1970, p. 393)

El planteamiento de Rosa Luxemburg, por lo tanto, supera
creativamente tanto las trampas del vulgomarxismo –que al rechazar la
democracia capitalista terminaba repudiando in toto la sola idea de la
democracia y justificando el despotismo político– como las del
«posmarxismo», que reniega del proyecto de Marx para disolverse y
refundirse ideológicamente en el liberalismo. En consecuencia: ni
desprecio ni entrega. Lo que se requiere es una auténtica aufhebung, es
decir, una simultánea negación, recuperación y superación de la
democracia capitalista, en donde el socialismo sea concebido como
capaz de dar a luz a una forma cuantitativa y cualitativamente superior
de democracia y no, como en la propuesta de Laclau y Mouffe, como la
simple «dimensión social» de una democracia radicalizada incapaz de
descartar las sospechas de que se trata simplemente de más de lo
mismo (1987 [b]: p. 201). En este caso, el socialismo se vería reducido
al rango de una mera «forma superior» de democracia que, pese a todas
las evidencias, nuestros autores sueñan que se puede construir dejando
intactos los fundamentos de la explotación capitalista. Que la nuestra
no es una lectura viciada por un prejuicio izquierdista lo prueba el
hecho de que nada menos que el «ironista liberal» Richard Rorty, cuyo
tránsito del trotskismo de su juventud al filo-reaganismo de su madurez
sigue concitando el asombro de muchos, también se declara incapaz de
distinguir, «como [Ernesto Laclau y Chantal Mouffe] querrían […] la
‘democracia radical’ respecto de la mera ‘democracia liberal’ […] No está
claro que la democracia radical pueda significar otra cosa que el tipo de
sociedad que Ryan describe» (Rorty, 1998: pp. 51-52). El tipo de
sociedad aludida por Alan Ryan, conviene aclararlo, es el «capitalismo
de bienestar con rostro humano».

Así las cosas, no podemos hacer menos que rechazar toda tentativa de
liquidar los ideales socialistas. Como ya lo hemos expuesto en otro
lugar, no se trata de negar la gravedad de la crisis del marxismo (Boron,
1996, cap. 9). Pero sería insensato dejar de preguntarse si no será esto
un reflujo transitorio en lugar del ocaso definitivo del socialismo, como
surge del argumento desarrollado por Laclau y Mouffe. Tal vez sea
demasiado pronto para saber, aunque nos resistimos a creer que el
fracaso en las primeras tentativas de construcción de la sociedad
socialista pueda significar la definitiva erradicación de una de las más
bellas y nobles utopías jamás gestada por la especie humana.

Tal como lo examináramos más arriba a propósito de los análisis de
John E. Roemer, el fracaso del experimento soviético no significa que el
proyecto socialista de construir una nueva sociedad –igualitaria, libre,
emancipada, autogobernada– haya sido archivado en el limbo de la
historia que pudo ser y que no fue (1994, pp. 25-26). Hay sobradas
razones para creer que la euforia de la burguesía, que hoy parece
inundarlo todo, habrá de ser breve, teniendo en cuenta los múltiples
signos que por doquier hablan de la precariedad del «triunfo»
capitalista. ¿Cómo olvidar que en los últimos noventa años los ideólogos
de la burguesía anunciaron en tres oportunidades –la belle époque de
comienzos de siglo, los roaring twenties y los años cincuenta– la victoria
final del capitalismo? Y ya sabemos lo que ocurrió después. ¿Por qué
habríamos ahora de creer que hemos llegado al «fin de la historia»?

En todo caso, una pregunta crucial queda planteada con total
legitimidad: ¿podrá el marxismo hacer frente al formidable desafío de
nuestro tiempo, o deberemos en cambio buscar refugio en la vaguedad y
esterilidad del «posmarxismo» para hallar los valores, categorías teóricas
y herramientas conceptuales que nos permitirían navegar en las aguas
tormentosas del fin de siglo? Creemos que la teoría marxista contiene
los elementos necesarios para resurgir con nuevos bríos de la presente
crisis, a condición de que los marxistas rehúsen atrincherarse en las
viejas y tradicionales certidumbres y que llevados por el dogmatismo o
la indolencia intelectual cierren los ojos ante las múltiples lecciones
dejadas por el primer ciclo de las revoluciones socialistas y se
empecinen en ignorar los nuevos e inéditos desafíos que plantea la
agresiva restructuración neoliberal del capitalismo a finales del siglo xx.
Por ello, para enfrentar la crisis teórica con ciertas posibilidades de
éxito será necesario someter todo a discusión, reexaminar la totalidad
del corpus teórico gestado a lo largo de más de un siglo y medio
haciendo honor a aquella divisa marxista que identificaba la dialéctica
como una crítica despiadada de todo lo existente, incluyendo la propia
teoría. Algunas de las cabezas más lúcidas del pensamiento marxista ya
han puesto manos a la obra. Lo que asoma en el horizonte es un
marxismo renovado, ágil, dinámico, abierto al mundo y plural, ya
avizorado por las miradas penetrantes de Raymond Williams y Ralph
Miliband en algunos de sus últimos escritos; un marxismo, en síntesis,
con su rostro vuelto hacia el siglo xxi y abierto a todos los grandes
temas de nuestra época (Williams, 1991-1992, pp. 19-34; Miliband,
1997).

Coincidimos, en este sentido, con la poética anticipación que años atrás
hiciera Marcelo Cohen, con palabras que hacemos nuestras y que
aluden a la persistente presencia creadora, difusa y profunda del
marxismo en el mundo contemporáneo. Nos habló de sus legados, sus
promesas y sus inmensas posibilidades, y lo dijo de esta manera:

“Soy la voz insepulta del marxismo […] sólo algunos de mis avatares
yacen bajo los escombros del Muro de Berlín. Otros retroceden ante las
imágenes polacas de la Virgen. Pero espiritualmente, por así decir, ando
aún por todas partes. Mi respiración empapa la vida del mundo, no sólo
occidental. […] Me han usado, como a casi todo, para perpetrar
pesadillas sociales y bodrios de la imaginación. Me han invocado para
torturar. […] He dado palabras para nombrar lo que hoy sigue hiriendo,
he nutrido el nervio, la rabia orgullosa, la agudeza crítica. […] Y he
proporcionado aperturas, fantásticos relatos interpretativos, anchas
alucinaciones teóricas que alimentaron la fantasía rebelde y el placer
inteligente. Para los amantes del fútbol: soy un fino centrocampista que
crea juego inagotable. Y nada más. Conmigo se seguirá discutiendo. No
seré cemento de construcciones perversas, sino movilidad y
sugerencias; presiento nuevas metamorfosis. El que quiera puede
recibirme. Y el que no, que se embrome.” (1990, p. 24)
.
Excursus final: las trampas de la coyuntura y el descenso
a los infiernos del «posmarxismo»

Las urgencias de la coyuntura y la necesidad de dar respuestas
concretas a los desafíos que propone han tenido la virtud de contribuir
a despejar el enigma que rodeaba algunos argumentos cruciales de los
teóricos del «posmarxismo». En efecto, los alcance efectivos de la
fórmula de la «democracia radicalizada y plural» o la exhortación a
«redefinir» el proyecto socialista en términos de la radicalización de la
democracia, por ejemplo, permanecían en las brumas de un discurso
hermético y solipsista que si bien suscitaba muchas dudas –algunas de
las cuales fueron expuestas más arriba– tampoco ofrecía flancos
demasiado descubiertos para la crítica.

Afortunadamente, un reportaje realizado a finales de 1997 en Buenos
Aires permite poner punto final a esta situación (González, 1997, p. 20).
La propuesta «posmarxista» de articular las luchas en contra de todas
las formas de subordinación sonaba, en principio, como muy atractiva y
no podía sino suscitar las simpatías de los socialistas y del campo
progresista en general. Sin embargo, había algo enigmático e
inquietante en el planteamiento de nuestros autores: ¿cómo era posible
teorizar sobre tantas formas de opresión –de clase, de género, de raza,
religiosas, lingüísticas, amén de las luchas en defensa del medio
ambiente, por la paz y el estado de derecho– haciendo total abstracción
de la estructura y la dinámica del capitalismo contemporáneo y sus
tendencias hacia la concentración monopólica de la riqueza y el poder,
la superexplotación de las masas populares, la postergación de las
regiones periféricas y la destrucción del medio ambiente? Contribuía
aún más a la perplejidad de estudiosos y críticos, discípulos y colegas
por igual, la llamativa ausencia de ejemplos concretos que perfilasen los
rasgos distintivos de la «democracia radicalizada y plural» de Laclau y
Mouffe que tantas esperanzas abría supuestamente para las víctimas de
todo tipo de opresión.

Ahora, gracias a la incursión de Laclau sobre la actual coyuntura
argentina, el enigma se ha develado: por una de esas crueles ironías de
la historia aquel paraíso democrático y radicalizado tan pletórico de
promesas que nos pintaban nuestros autores no resultó ser otro que…
el capitalismo neoliberal. Sí, el mismo que en la Argentina surgiera de
un plan que, según Laclau, fue «aplicado por el menemismo con un
criterio estrictamente burocrático y con la pasividad del resto de la
población». De este modo, las insanables injusticias constitutivas del
modelo más reaccionario en la historia del capitalismo aparecen como
productos de accidentales desviaciones burocráticas o «errores de
ejecución» del menemismo y, ¿por qué no?, de la resignada
aquiescencia del conjunto de la población que según el filósofo
«posmarxista» –impertérrito ante el espejismo de los paros nacionales,
cortes de rutas, puebladas, carpas docentes e innumerables marchas
de protesta– habría aceptado con ovejuna mansedumbre la medicina
estabilizadora de los tecnócratas. Por eso Laclau se congratula de que
«Chacho Álvarez haya dicho que los lineamientos generales del plan de
estabilización no van a ser modificados por la Alianza». Y poniendo en
sintonía su discurso supuestamente «superador» del marxismo con el
pensamiento único dominante concluye: «Creo que está muy bien que
diga eso porque no hay una política alternativa«. Los memoriosos no
dejarán de recordar que fue precisamente ése –TINA, «There Is No
Alternative»– el slogan publicitario de Margaret Thatcher en sus días de
gloria, consigna repetida entre nosotros ad nauseam por Bernardo
Neustadt, Mariano Grondona, Daniel Hadad y Mauro Viale, para no
citar sino algunos de los más distinguidos «filósofos» vernáculos del
neoliberalismo, inconscientes precursores del «posmarxismo» en estas
dolientes regiones de la periferia.

Debido a esta capitulación ideológica Laclau no tiene dudas acerca de lo
que debería hacer la Alianza para diferenciarse del gobierno menemista:
«ampliar el consenso democrático alrededor del plan». ¡Sí!, leyó bien:
reforzar la legitimidad de un modelo económico que genera niveles
inéditos de desempleo y pobreza mientras enriquece a un puñado de
privilegiados y provoca un fenomenal endeudamiento externo, amén de
muchas otras desgracias. Claro, Laclau también añade que un futuro
gobierno de la Alianza debería promover la defensa de «los derechos de
los ciudadanos en una pluralidad de esferas», pese a que en aquel
momento tanto el gobierno menemista como la Alianza se colocaron al
lado de Su Santidad y a la derecha de Hillary Clinton en una materia
tan esencial a la condición ciudadana de la mujer como el derecho a
disponer libremente de su propio cuerpo. ¿Cómo reconciliar la
antinomia entre derechos ciudadanos, abstractamente defendidos por
Laclau y los «posmarxistas», y la lógica de mercado en los «capitalismos
realmente existentes» ante la cual se inclinan con trémula veneración
los «superadores» del marxismo? Laclau nada nos dice al respecto.

Más de una vez Marx y Engels señalaron en diversos escritos que la
hueca grandiosidad de la filosofía política hegeliana apenas si encubría
la miserabilidad del estado prusiano. No muy distinta es la misión
histórica de la «democracia radicalizada y plural» de Laclau y Mouffe:
edulcorar al neoliberalismo, proclamar sibilinamente «el fin de la
historia» eternizando el capitalismo y escamoteando su naturaleza
explotadora y opresiva y, finalmente, endiosar a la democracia liberal.
Lo que en la práctica termina haciendo el «posmarxismo», tal como lo
prueba la entrevista a Laclau, es legitimar la rendición incondicional de
una cierta izquierda y la liquidación de la herencia teórica socialista.
Arrojado al infierno de la coyuntura argentina, el «posmarxismo» queda
despojado de toda su hueca palabrería y desnuda el carácter
reaccionario de su propuesta: promover la resignación ante el
capitalismo, «naturalizado» como un hecho incuestionable, y alentar el
gatopardismo de una oposición como la Alianza que prefiere ser segura
alternancia del menemismo a incierta alternativa popular, y que afirma
querer «domesticar» al neoliberalismo para tornarlo «transparente y
socialmente sensible». La verdad siempre es concreta: el proyecto
refundacional del «posmarxismo» revela, en su concreción, su verdadera
naturaleza: una nueva y sofisticada estratagema al servicio del capital,
concebido para desarmar ideológicamente el campo popular.

Notas
1 Estas reflexiones fueron volcadas en el «Prólogo» a la edición en
lengua española del libro de C. Wright Mills (1961, p. 19). No es este el
lugar para entrar en un debate profundo sobre las polémicas ideas de
Germani sobre esta materia y su posterior evolución en sus años de
«exilio académico» en Harvard. Quiero, no obstante, señalar dos cosas:
muchos de sus comentarios deben ser comprendidos en el fragor de
una batalla ideológica sin cuartel librada contra los sectores más
reaccionarios de la derecha argentina, que se oponían a la llamada
«sociología científica» por «subversiva, atea, materialista y comunizante».
Segundo: conviene tomar nota de la dirección en que se movieron sus
ideas. En un mundo en donde tantos «marxistas» se convirtieron en
fervorosos –y a veces vergonzantes– neoliberales su trayectoria
intelectual es un brillante ejemplo de un autor que, a medida que
pasaba el tiempo, se acercó más y más a las fuentes originarias de la
tradición socialista.
2 Véase, por ejemplo Popper (1962, vol ii, pp.193-198). Del mismo
tenor son las críticas de otro prominente intelectual del neoliberalismo,
Friedrich Hayek (1944, pp. 28-29).
3 Véase el brillante análisis de Ellen Meiksins Wood (1995, pp. 19-
48; 76-107; 204-263).
4 El locus clásico de esta crítica es Ralf Dahrendorf (1958). La
crítica «de izquierda» a Parsons se encuentra fundamentalmente en la
34
obra, ya citada, de C. Wright Mills (1961).
5 Una crítica a estas interpretaciones se encuentra en Immanuel
Wallerstein (1985), y en Atilio A. Boron (1994, pp. 211-221).
6 Hemos abordado esa temática en Atilio A. Boron y Oscar Cuéllar
(1983).
7 Véase, por ejemplo, la opinión de los siguientes autores sobre la
relación entre la obra de Laclau y el marxismo: Nicos Mouzelis (1978,
1988), Norman Geras (1987, 1988) y Ellen Meiksins Wood (1986). La
defensa de las posiciones de Laclau y Mouffe fue fundamentalmente
hecha en Laclau y Mouffe (1987 [a]).
8 Cf. Mouffe (1992, 1993, 1998, 2000), Laclau (1996) y Butler,
Laclau y Zizek (2000).
9 Algo de lo cual hemos recogido en nuestro Boron, 1997a, cap. 7).
10 Un penetrante y esclarecedor estudio sobre los límites sociales del
liberalismo se encuentra en Uday S. Metha (1993-1994, pp. 119-145).
Sobre los alcances bastante estrechos de la concepción de la
democracia en Weber véase Gyorg Lukács (1967, pp. 491-494).
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(A continuación se presenta la bibliografía completa utilizada en
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obra de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe)

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7 Comentarios

  1. Laclau Vive

    Después de leer esto, afirmo que Laclau tenía razón: no debía perder el tiempo con tonterías.

    No hay una refutación teórica convincente, solo sarcasmos, ironías e insinuaciones infantiles acerca de las supuestas "implicancias reaccionarias" de la teoría de Laclau y Mouffe. Muy lejos de la sutileza, rigor y precisión conceptual de Laclau para construir el "gris edificio teórico" del posmarxismo. Una empresa que podrá tener sus errores o incongruencias lógicas, pero que tiene el prestigio bien ganado de ser un intento teórico valiente, serio y sistemático,orientado sobre todo a comprender la naturaleza de lo político. Hay tanto en la teorización posmarxista de interés, tanta riqueza, que es ridículo que se la rechace solo por la neurótica necesidad de defender una ortodoxia que no existe más que en la imaginación de sus fanáticos apologistas. La creatividad siempre debe ser bienvenida.

    En fin, actúa solo como un triste defensor de las "Sagradas Escrituras" del marxismo, no más que eso. Y el "Excursus final" es una canallada lisa y llana, que intenta aguijonear con ataques ad hominem debido a que no pudo hacerlo en el terreno teórico más que apelando a tergiversaciones y citas de los Textos Sagrados.

    Responder
  2. Anónimo
  3. Fastermader

    El anticapitalismo es por lo menos ridículo, a menos que me muestren un país como ejemplo de propuesta.

    Responder
  4. Manchiviri

    Señor José Carbajal Romero:

    Con todo respeto, le advierto, que Atilio Boron es un cantinflista. No lo tome en serio.

    Responder
  5. José Carbajal Romero

    Con todo respeto me parece que tu texto falsea de manera ingenua, con una lectura extremadamente empobrecida, lo dicho por Ernesto Laclau y Chantal Mouffe. Estás,sin duda en tu derecho, pero creo que debes leerlos mucho más y con mayor cuidado. Saludos.

    José Carbajal Romero
    Profesor Mexicano
    carbajalromero@gmail.com

    Responder

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Sobre el Autor de este Blog

Atilio Alberto Borón (Buenos Aires, 1 de julio de 1943) es un politólogo y sociólogo argentino, doctor en Ciencia Política por la Universidad de Harvard. Actualmente es Director del Centro de Complementación Curricular de la Facultad de Humanidades y Artes de la Universidad Nacional de Avellaneda. Es asimismo Profesor Consulto de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires e Investigador del IEALC, el Instituto de Estudios de América Latina y el Caribe.

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