Publicada en Revista Acción
Faltan apenas unas pocas semanas para que se cumpla el primer año del mandato presidencial de Javier Milei y siguen siendo muchas las voces que hablan de la reacción popular que se podría desatar como respuesta a los efectos de sus políticas sobre las condiciones de vida de la mayoría de la población. En esta línea de razonamiento se concluye que una vez producido el despertar de la protesta plebeya –adormecida hasta ahora– su virulencia podría llegar a provocar una mayúscula crisis social e institucional. El supuesto implícito que subyace a esta conjetura es el recuerdo de las multitudinarias y policlasistas protestas del 19 y 20 de diciembre del 2001 que provocaron el derrumbe del Gobierno de la Alianza. Pero la selectividad de la memoria omite recordar que aquellas fueron el corolario de un ciclo que recién se puso en marcha siete años después que Carlos Saúl Menem, nefasto predecesor del actual Gobierno, diera comienzo a su experimento neoliberal y cinco años después de la puesta en marcha de la Convertibilidad el 1 de abril de 1991. El epicentro de la protesta –que más tarde se generalizaría– se localizó en Cutral Co y Plaza Huincul como respuesta a la ola de despidos decretada por YPF. De hecho, los trabajadores estatales fueron los protagonistas principales de estas grandes movilizaciones, mismas que se daban además en un contexto macroeconómico signado con cifras de desocupación cercanas al 20%.
La conclusión de este breve ejercicio de memoria es que la protesta popular no obedece a un automatismo mecánico del tipo estímulo-respuesta. Sin embargo, en ciertas versiones de la izquierda y del nacionalismo popular prevalece esa convicción, misma que se alimenta de algunos episodios puntuales y paradigmáticos resultantes de un largo período de gestación. Convicción que no toma en cuenta la lentitud que casi invariablemente tienen los procesos de incubación de la rebelión popular. En otras palabras: el estímulo, es decir, una política muy lesiva de los intereses populares no necesaria ni inmediatamente pone en marcha una vigorosa respuesta de las clases y capas sociales afectadas por esa política. Eso fue exactamente lo que ocurrió en los noventas durante el menemato y no hay nuevas evidencias que permitan suponer que hoy este ciclo podría acortarse significativamente. Pero como las sociedades están en permanente cambio tampoco puede descartarse la posibilidad de que bajo las extremas condiciones imperantes en la Argentina, ese desfasaje entre política antipopular y respuesta plebeya pudiera reducirse significativamente. En consecuencia: estamos en un terreno inexplorado y en el cual las comparaciones históricas deben ser tomadas con mucho cuidado y teniendo siempre presente el consejo de Federico Engels: no convertir nuestra impaciencia en un canon de interpretación de la coyuntura.
Una clave para comprender este asunto la proporciona una observación que hiciera Antonio Gramsci cuando arreciaban los vientos del fascismo en Italia. Se preguntaba, ante ese novel fenómeno, si realmente las fuerzas de izquierda realmente conocían como era la sociedad italiana. Creo que esa pregunta hoy es obligatoria en la Argentina, un país cuya sociedad ha cambiado mucho, y no siempre para mejor. Porque si antaño el hartazgo era la munición que gatillaba la protesta social y política, podría argumentarse que hoy la resignación y las alusiones a la esperanza –fomentada por el hiperindividualismo y la antipolítica–, parecería ser más fuerte que el hartazgo o el enojo causados por la carestía y la caída de los salarios y los haberes jubilatorios. A esto hay que agregarle la normalización de la crueldad institucional, es decir, la aceptación de que el Gobierno puede decidir adoptar políticas que lesionan gravemente las chances de vida de grandes sectores de la población sin que esto produzca un torrente de indignación moral. El Gobierno puede abandonar la provisión de medicamentos gratuitos a enfermos crónicos o inclusive terminales sin que esa conducta conmueva a la opinión pública o provoque un escándalo. Son, como vemos, cambios que se vinieron produciendo molecularmente, pero que alteraron la fisonomía de la sociedad argentina.
Obviamente que estamos hablando de situaciones muy dinámicas y en las cuales cambios de gran significación pueden sobrevenir sin previo aviso, pero al parecer luego de casi un año de políticas brutalmente antipopulares la imagen positiva de Javier Milei permanece en torno al 45%, algo que no estaba en los cálculos de nadie cuando este personaje –que detesta la democracia, la república, la nación, y que confiesa haber venido a destruir al Estado y agrandar el bolsillo de los empresarios– puso en marcha su programa de gobierno. De todos modos, si algo enseña también la historia de los pueblos es que situaciones que superficialmente podían ser caracterizadas como de tranquilidad social cambiaron vertiginosamente cuando se produjo una súbita toma de conciencia y masas que estaban instaladas en la quietud y la pasividad de repente se movilizaron, asumieron un protagonismo impensado hasta hacía poco tiempo y el orden político y social que parecía sólidamente establecido se deshizo como un castillo de naipes.
Es cierto que no se pueden forzar las condiciones objetivas, para posibilitar la caída del régimen de Milei pues, como lo señala Atilio Boron, la experiencia enseña que eso no se da de la noche a la mañana. Pero eso no significa evitar el enjuiciamiento de los personajes cuya situación política o gremial, les obliga a tomar acciones inmediatas, y que ahora se han dedicado a pavimentar el camino del fascista Milei, sea en el Congreso o en el movimiento sindical. Destacan en ese accionar, los integrantes de esa excrecencia política llamada Unión Cívica Radical y los peronistas de derecha que se hacen llamar “dialoguistas”; en el Congreso y en las provincias, se volvieron oficialistas. En el campo gremial, los burócratas sindicales (alguien los llamó “bolas de grasa”), que se proclaman peronistas y que en la práctica se han dedicado a esperar el 2027, para poner en práctica sus mezquinas ambiciones; ni siquiera fueron capaces de movilizar a sus bases para defender los derechos de los jubilados. Finalmente, los periodistas de “oposición”, que se dedican diariamente a azuzar una supuesta interna en las filas oficialistas; pierden el tiempo, y son incapaces de demostrar que Milei y Villarruel son, cada uno, peor que el otro.