Página/12, Martes, 29 de Abril de 2008
Burgués sí, pero, ¿reformista?
Por Atilio A. Boron
En el marco del desafío planteado por el lockout de los empresarios agrícolas se planteó el
debate sobre los alcances políticos de la medida. En estas páginas, el sociólogo Eduardo
Grüner argumentó que estaba en juego la legitimidad del Estado para intervenir en la
economía y alertaba sobre los peligros «si la derecha gana». El politólogo Atilio Boron se
suma a la polémica cuestionando el «reformismo» del actual gobierno.
Eduardo Grüner publicó un interesante y sugestivo artículo con el título «¿Qué clase(s) de
lucha es la lucha del ‘campo’?» (Página/12, 16 abril 2008) con el cual tengo algunos
acuerdos pero también bastantes discrepancias. Quisiera tratar sólo una de éstas: su
definición, a mi modo de ver muy generosa, del kirchnerismo como un gobierno
«reformista-burgués». Sin embargo, esta caracterización provocó pocos días después la
crítica de José Pablo Feinmann quien dijo que sería infantil esperar que el gobierno de
Cristina fuera «revolucionario socialista». Y agregó, «hoy, un gobierno reformista burgués
es mucho más de lo que la Sociedad Rural, todo el establishment y los Estados Unidos
están dispuestos a aceptar en América latina. Al reformismo burgués le dicen populismo y,
para ellos, es la peste».
Es cierto que el reformismo burgués sigue siendo tan inaceptable hoy como en 1954,
cuando el ensayo tímidamente reformista burgués de Jacobo Arbenz en Guatemala fue
ahogado en un baño de sangre, y el Che conoció muy bien esa historia como para sacar las
adecuadas lecciones del caso. Pero, ¿sobre qué base califican tanto Grüner como Feinmann
al gobierno de los Kirchner como «reformista»? ¿Cuáles fueron las reformas que
impulsaron y ejecutaron? Por supuesto, no es este el lugar para realizar un balance de lo
actuado en el período abierto con la asunción de Néstor Kirchner el 25 de mayo del 2003.
Digamos, eso sí, que el mayor acierto del período fue la política de derechos humanos, más
allá de algunas inconsistencias (entre otras cosas, expresadas en la total incapacidad para
proteger testigos como Julio Jorge López, desaparecido como en los tiempos de la
dictadura) y que el otro logro de la gestión, menos importante que el anterior, se produjo en
el campo de la política exterior, acompañando –no obstante sin mayor protagonismo– el
embate de Chávez en contra del ALCA. No obstante, mismo en este terreno el panorama no
dejó de tener llamativos contrastes porque simultáneamente Kirchner rechazaba reiteradas
invitaciones para visitar Cuba, se mantenía al margen de la Cumbre de los No Alineados
realizada en La Habana y viajaba a Nueva York, en 2006, para participar en la Asamblea
General de la ONU rematando su viaje con una insólita visita a la Bolsa de Valores de
Nueva York y declaraciones, a cuál más desafortunada, sobre el futuro capitalista de la
Argentina. Para colmo, el año pasado cedió ante la presión de Washington e impulsó la
aprobación, con fulminante rapidez, de una absurda legislación «antiterrorista» que en
manos de cualquier otro gobierno puede ofrecer el marco legal necesario para la completa
criminalización de la protesta social y la disidencia política.
Esos son los dos puntos fuertes del kirchnerismo, ayer y hoy. Admitido. Pero, ¿dónde están
las reformas que excitan la generosidad de Grüner y la réplica de Feinmann? No las veo.
Para los incrédulos los invito a comparar la gestión del kirchnerismo ya no con el
reformismo socialdemócrata escandinavo sino con las del primer peronismo, el del período
1946-1950. En aquellos años se fortaleció al movimiento obrero, se aprobó una vasta
legislación laboral sin parangón en la periferia capitalista (vacaciones pagas, aguinaldo,
jubilaciones, estabilidad laboral, indemnizaciones por despidos, tribunales de trabajo,
accidentes laborales, obras sociales, etcétera), se creó el IAPI, el Banco de Crédito
Industrial, la flota mercante del Estado, Aerolíneas Argentinas, y se nacionalizaron el
Banco Central, los depósitos bancarios, los ferrocarriles, los teléfonos, la electricidad y el
gas. Durante su exposición en la Cámara de Diputados, en 1946, Perón pronunció, a
propósito de la nacionalización del Banco Central, unas palabras que es oportuno recordar
en los tiempos que corren en donde el pensamiento único no cesa de alabar las virtudes de
la supuesta independencia de los bancos centrales. «¿Qué era el Banco Central? –se
preguntaba Perón–. Un organismo al servicio absoluto de los intereses de la banca
particular e internacional. Por eso, su nacionalización ha sido, sin lugar a dudas, la medida
financiera más trascendental de estos últimos cincuenta años.» Aparte de eso, el Estado
pasó a ocupar un lugar decisivo en la promoción de la industrialización y sus obras públicas
–caminos, diques, escuelas, hospitales– cubrieron prácticamente toda la geografía nacional.
Además se sancionó una nueva Constitución, en 1949, en la cual se establecía una serie de
derechos sociales a tono con las conquistas que en ese terreno se estaban produciendo en el
capitalismo europeo.
Un Estado inexistente
¿Y ahora? El Banco Central está en manos de un Chicago boy y la obra pública paralizada.
El Estado, destruido por el menemismo, sigue postrado: no puede apagar un incendio de
pastizales en una llanura porque carece sea del dinero, o de la idoneidad, para adquirir un
avión hidrante canadiense que cuesta menos de veinte millones de dólares y que hubiera
acabado con el fuego en un santiamén; no puede abastecer de monedas a la población; no
puede regular ni supervisar el funcionamiento de las empresas privatizadas, y entonces los
usuarios del ferrocarril periódicamente incendian estaciones y formaciones para hacer oír
su protesta; no puede cobrarle impuestos a Aeropuertos 2000 y entonces se asocia en
calidad de «socio bobo» y minoritario a la empresa en lugar de exigir el pago de lo
adeudado; no puede garantizar que los caminos y rutas privatizadas estén en correcto estado
de mantenimiento mientras decenas de viajeros mueren a diario en horribles (y evitables)
accidentes; asiste de brazos cruzados a la desintegración de la red ferroviaria nacional y
como única política propone un «tren bala»; no exige a las aerolíneas privatizadas que
cumplan un diagrama de vuelos que sirva para integrar las principales ciudades del país,
que los fines de semana se quedan aisladas; se muestra indiferente ante el saqueo de los
recursos naturales, desde el petróleo y el gas hasta los minerales, y ante el gravísimo
deterioro del medio ambiente causado por las explotaciones mineras; prosigue sumido en
un estupor catatónico ante el calamitoso derrumbe de la educación y la salud públicas, sin
que se le ocurra poner un centavo para remediar la situación, al paso que se ufana de los
50.000 millones de dólares atesorados –al igual que Harpagón, el protagonista de El avaro
de Molière– mientras el pueblo pasa hambre, no puede educarse ni cuidar de su salud. Pese
a disponer de una mayoría absoluta en ambas Cámaras del Congreso –que vota a libro
cerrado cualquier proyecto que ordene la Casa Rosada–, Kirchner no envió una sola
propuesta para reformar la estructura tributaria escandalosamente regresiva de la Argentina
o para establecer una legislación que posibilitase un combate efectivo contra el desempleo,
la exclusión social y la pobreza. Tampoco iniciativa alguna para recuperar el patrimonio
nacional rematado durante el menemismo. Un gobierno que, por otra parte, a más de cinco
años de inaugurado todavía no definió una política de distribución de ingresos,
consolidación del mercado interno y desarrollo nacional. Es cierto que se disminuyó la
proporción de pobres e indigentes, pero ésta aún se encuentra por muy encima de los
valores existentes al inicio de la actual fase democrática de la Argentina, hace un cuarto de
siglo. Con un agravante: que este gobierno dispuso de una coyuntura económica
excepcional, como ningún otro en nuestra historia, lo que torna aún más imperdonable que
una parte al menos de esa riqueza no hubiera llegado a satisfacer las demandas populares. Y
pese a sus estentóreas denuncias en contra de la dictadura, dos piezas maestras de ese
régimen: la Ley de Entidades Financieras y la Ley de Radiodifusión continúan en vigencia
hasta el día de hoy. La renta financiera sigue estando libre de impuestos así como las
ganancias resultantes de la venta de sociedades anónimas. Y el Gobierno sigue sin otorgarle
el reconocimiento oficial a la CTA y convalidando, de ese modo, el control político de los
sectores populares en manos de una burocracia cuyo desprestigio es absoluto. Esto explica,
en gran medida, la indiferencia popular ante la ofensiva del mal llamado «campo»: el
pueblo no salió a la calle a defender su gobierno porque no lo siente suyo. Y tiene razón.
Sería bueno que el Gobierno dedicara algún tiempo a reflexionar sobre la génesis de esta
alarmante pasividad popular.
La anterior es una lista incompleta y parcial, pero suficiente para demostrar que bajo
ningún criterio mínimamente riguroso estamos en presencia de un gobierno reformista. Es
un gobierno «democrático burgués» (con todas las salvedades que suscita esta engañosa
expresión), pero donde el componente «burgués» gravita mucho más que el «democrático» y
en donde el reformismo sólo existe en el discurso, no en los hechos. Es asombroso
escuchar, como ha ocurrido reiteradamente en los últimos años, las invocaciones de los
distintos ocupantes de la Casa Rosada exhortando a los argentinos a redistribuir el ingreso y
a repartir de modo más equitativo la riqueza. En fechas recientes la Presidenta volvió a
insistir sobre el tema, a propósito del paro agrario. Pero, si no lo hace el Gobierno, ¿quién
lo puede hacer? ¿Qué esperan? Si por mí fuera emitiría un decreto de necesidad y urgencia
desde mi cátedra de Teoría Política y Social de la UBA instituyendo una radical reforma
del régimen impositivo y utilizaría ese dinero para mejorar los ingresos de todos quienes
estén por debajo o un poco por encima de la línea de pobreza, pero, ¿quién me haría caso?,
¿qué juez atendería la demanda de los eventuales beneficiarios?, ¿cómo podría obligar a los
contribuyentes más ricos y a las grandes empresas a pagar el nuevo impuesto? El Gobierno
debería abstenerse de formular ese tipo de estériles exhortaciones.
El posibilismo es inaceptable
Creo que lo anterior demuestra con claridad que no hay «reformismo burgués». ¡Ojalá lo
hubiera! No porque el reformismo satisfaga mis esperanzas sino porque al menos nos
posibilitaría avanzar unos pocos pasos en la construcción de una verdadera alternativa, es
decir, una salida post capitalista a esta crisis sin fin en que se debate la Argentina, sea en el
estancamiento tanto como en la prosperidad económica (que llega a unos pocos).
Por eso es que disiento de lo que plantea Grüner cuando dice que «si alguien nos chicanea
con que terminamos optando por el ‘mal menor’ no quedará más remedio que
recontrachicanearlo exigiéndole que nos muestre dónde queda, aquí y ahora, el ‘bien’ o su
posible realización inmediata.» ¿Dónde queda el «bien»? Eso lo sabe Grüner tanto como yo:
el «bien» es el socialismo. Pero mientras maduran las complejas condiciones para su
construcción es posible la realización inmediata de algún «bien», de algunas reformas que
pongan fin a la escandalosa situación en que nos hallamos. ¿O me va a decir que hará falta
una revolución socialista para aproximar la estructura tributaria de la Argentina a la que
tienen países como Grecia y Portugal en la Unión Europea, para no hablar de la que existe
en Escandinavia? ¿Será preciso asaltar el Palacio de Invierno para que las retenciones al
agro –totalmente justificadas en la medida en que se discrimine entre los distintos estratos
del patronato agrario– se coparticipen con las provincias y sean asignadas exclusivamente a
combatir la pobreza y a reconstruir la infraestructura física del país y no al pago de la
deuda? ¿Tendremos que subirnos a la Sierra Maestra para que el Estado regule
cuidadosamente el desempeño de las privatizadas y avance en un programa de
«desprivatización» para aquellas que se compruebe que han estafado al fisco y a los
usuarios? ¿Habrá que esperar el cañonazo del Aurora para derogar la Ley de Entidades
Financieras de Martínez de Hoz? En suma: no es un tema de chicanas o recontrachicanas,
sino de exigirle al Gobierno que haga lo que debe hacer. Que tenga la osadía de ser un
poquito reformista. Y si no hace lo que hay que hacer es porque no quiere, no porque no
puede. Y si no quiere no veo la razón para que tengamos que apoyarlo en contra de un
fantasmagórico «mal mayor», espectro invariablemente agitado por quienes quieren que
nada cambie en este país y que termina en el posibilismo y la resignación. Como creo que
estas dos actitudes son inadmisibles, ética y políticamente, es que me opongo a entrar en el
repetido juego de «nosotros» o el «mal mayor», que desde hace décadas viene empujando a
la Argentina hacia el abismo y hacia nuestra degradación como sociedad. Tiene razón
Grüner cuando dice que «no estamos ante una batalla entre dos modelos de país; el modelo
del Gobierno no es sustancialmente distinto al de la Sociedad Rural». Corrijo: es un solo
modelo, pero no es el de la Sociedad Rural, pobrecita, sino el de los grandes ausentes de
este debate y que los compañeros del Mocase oportunamente trajeron al primer plano en su
nota del viernes 25 en Página/12: es el modelo del gran capital transnacional, cuyas naves
insignia en materia agraria son Monsanto, Dupont, Syngenta, Bayer, Nidera, Cargill,
Bunge, Dreyfus, Dow y Basf. Y si este modelo prosperó fue porque desde Menem hasta
nuestros días –aclaro, dada la susceptibilidad ambiente, que me parece un disparate decir
como lo hace cierta izquierda trasnochada, que este gobierno es igual al de Menem– no
hubo un solo gobierno, tampoco el de los Kirchner, que intentara cambiar el modelo
agrario-exportador y poner fin a la sumisión de nuestro país a las transnacionales. Todos
facilitaron cada vez más las cosas para que la Argentina se convierta en una especie de
emirato sojero, y si hoy el Gobierno se queja de la rapacidad «del campo» sería bueno que
se interrogue por qué no hizo nada para impedir que lleguemos a esta situación. Por lo
tanto, lo de «reformista» es una concesión gratuita a un gobierno que, por lo menos hasta
ahora, no ha hecho ningún esfuerzo serio para hacerse acreedor de ese calificativo.
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atilio, me gustaría que me aclararas la parte de: "el mayor acierto del período fue la política de derechos humanos".ya que para mi es una faceta más del discurso K, mientras los derechos principales del pueblo siguen siendo afectados. es decir, tal política de estado no se acaba en el juicio a los genocidas.
gracias.gastón sergnese
La verdad que me dejaste sin palabras .Exelente post,costo leerlo pero muy buenas las opiniones y me adhiero en muchas observaciones.Hasta que no terminemos dependiendo de la la deuda externa y de las grandes trasnacionales,no podremos avanzar y tener un gobierno que despreocupado por el afuera y más comprometido con los que vivimos en este país.Mi blog http://www.debatepopular.blogspot.com