La izquierda y el balotaje en Brasil
octubre 20, 2014


(Por
Atilio A. Boron) Obedeciendo a un orden directa de Adolf Hitler, el 18 de
Agosto de 1944 Ernst Thälmann moría fusilado por las SS en el campo de
concentración de Buchenwald. Su cuerpo fue inmediatamente cremado para que no
quedara vestigio alguno de su paso por este mundo. Thälmann había llegado a
este tétrico lugar luego de transcurrir los anteriores once años de su vida en
la prisión de Bautzen,
 donde fuera
enviado cuando la Gestapo lo detuvo –al igual que a miles de sus camaradas- poco
después del ascenso de Hitler al poder, en 1933. En esa prisión fue sometido a
un régimen de confinamiento solitario cumpliendo la pena que le fuera impuesta por
el imperdonable delito de haber sido fundador y máximo dirigente del Partido
Comunista Alemán. Thälmann era además uno de los líderes de
la Tercera Internacional,
que en su VIº congreso -celebrado en Moscú en 1928- había aprobado una línea
política ultraizquierdista de “clase contra clase”. Esta se traducía en la
absoluta prohibición de establecer acuerdos con los partidos socialdemócratas o
reformistas, fulminados con el mote de “socialfascistas” y caracterizados sin
más como el ala izquierda de la burguesía.
 
Ni siquiera el mortal peligro que representaban el irresistible ascenso
del nazismo en Alemania y la estabilización del régimen fascista en Italia lograron
torcer esta directiva. León Trotsky se opuso a la misma y no tardó en
condenarla. Y desde la cárcel Antonio Gramsci le confesaba a un recluso socialista,
Sandro Pertini, que esa consigna que debilitaba la resistencia al fascismo “era
una estupidez”. Tanto el revolucionario ruso como el fundador del PCI eran
conscientes de que el sectarismo de esa táctica expresaba un temerario
desprecio por el riesgo que presentaba la coyuntura y que su implementación
terminaría por abrir la puerta a los horrores del nazismo, clausurando por
mucho tiempo las perspectivas de la revolución socialista en Europa. La Tercera
Internacional abandonó esa postura en su VIIº y último congreso, en 1935, para
adoptar la tesis de los frentes populares o frentes únicos antifascistas. Pero
ya era demasiado tarde y el fascismo se había enseñoreado de buena parte de
Europa.
               El supuesto que subyacía a la
tesis del “socialfascismo” era que todos los partidos, a excepción de los
comunistas, constituían una masa reaccionaria y que no había distinciones
significativas entre ellos. Llama la atención el profundo desconocimiento que
esta doctrina evidenciaba en relación a lo que Marx y Engels habían escrito en
el Manifiesto Comunista. En su
capítulo II dicen, por ejemplo, que “los comunistas no forman un partido
aparte, opuesto a los otros partidos obreros.  …. Los comunistas sólo se distinguen de los
demás partidos proletarios en que, por una parte, en las diferentes luchas
nacionales de los proletarios, destacan y hacen valer los intereses comunes a
todo el proletariado, independientemente de la nacionalidad; y, por otra parte,
en que, en las diferentes fases de desarrollo por que pasa la lucha entre el
proletariado y la burguesía, representan siempre los intereses del movimiento
en su conjunto.”  Y Lenin, a su vez, durante
el curso de la Revolución Rusa reiteradamente subrayó la necesidad de que los
bolcheviques elaborasen una política de alianzas con otras fuerzas políticas
que preservando la autonomía e identidad política de los comunistas pudiese, en
dadas ocasiones, llevar a la práctica acciones e iniciativas concretas que
hicieran avanzar el proceso revolucionario. Había, tanto en los fundadores del
materialismo histórico como en el  líder
ruso una clara idea de que podía haber partidos obreros, o representantes de otras
clases o grupos sociales (la pequeña burguesía es el ejemplo más corriente) con
los cuales podían forjarse alianzas transitorias y puntuales y que nada podría
ser más perjudicial para los intereses de los trabajadores que desestimar esa
posibilidad y, de ese modo, abrir la puerta a la victoria de las expresiones
más recalcitrantes y violentas de la burguesía. Volveremos sobre este tema más
adelante.
               Lo anterior viene a cuento porque
en los últimos días muchos compañeros y amigos del Brasil me hicieron llegar
mensajes o artículos en donde anunciaban su intención de abstenerse en el
ballotage del 26 de Octubre, o de votar en blanco o nulo, con el argumento de
que tanto Aécio como Dilma eran lo mismo, y que para la causa popular daba igual
la victoria de uno u otro. El pueblo brasileño, decían, sufrirá los rigores de
un gobierno que, en cualquier caso, estará al servicio del gran capital y en
contra de los intereses populares. El motivo de estas líneas es demostrar el
grave error en que se incurriría si se obrara de esa manera. Al igual que la desastrosa
política del “socialfascismo”, que pavimentó el camino de Hitler al poder, la
tesis de que Aécio y Dilma “son lo mismo” va a tener, en caso de que triunfe el
primero, funestas consecuencias para las clases populares del Brasil y de toda
América Latina, más allá de la obviedad de que Aécio no es Hitler y que el PSDB
no es el Partido Nacional Socialista Alemán.
               El análisis marxista enseña que,
en primer lugar, resolver los desafíos de la coyuntura exige como tantas veces
lo dijera Lenin, un “análisis concreto de la situación concreta” y no tan sólo
una manipulación abstracta de categorías teóricas. Decir que Aécio y Dilma son
políticos burgueses es una caracterización tan grosera como sostener que el
capitalismo brasileño es igual al que existe en Finlandia o Noruega -los dos
países más igualitarios del planeta y con mayores índices de desarrollo humano
según diversos informes producidos por las Naciones Unidas. A partir de una
interpretación tan genérica como esa será imposible extraer una lúcida “guía
para la acción” que oriente la política de las fuerzas populares. Ningún
análisis serio del capitalismo, al menos desde el marxismo, puede limitar su
examen al plano de las determinaciones esenciales que lo caracterizan como un
modo de producción específico. Mucho menos cuando se trata de analizar una
coyuntura política en donde los fundamentos estructurales se combinan con
factores y condicionamientos de carácter histórico, cultural, idiosincráticos
y, por supuesto, políticos e internacionales. Al hacer caso omiso del papel que
juegan estos factores concretos se cae en lo que Gramsci criticó como
“doctrinarismo pedante”, prevaleciente en el infantilismo izquierdista que
proliferó en Europa en los años veinte y treinta del siglo pasado. Por esta
misma razón decir que Hitler y León Blum eran dos políticos burgueses no hizo
posible avanzar siquiera un milímetro en la comprensión de la dinámica política
desencadenada por la crisis general del capitalismo en Europa, para ni hablar
de la capacidad para enfrentar eficazmente la amenaza fascista. En un caso había
un déspota sanguinario, fervientemente anticomunista, que sumiría a su país y a
toda Europa en un baño de sangre; en el otro, a un primer ministro socialista
de Francia, líder del Frente Popular, que acogía a los alemanes e italianos que
huían del fascismo y que se opuso, infructuosamente para desgracia de la
humanidad, a los planes de Hitler. Era evidente que ambos no eran lo mismo, a
pesar de su condición de políticos burgueses. Pero el sectarismo
ultraizquierdista pasó por alto estas supuestas nimiedades y, con su miopía
política, facilitó la consolidación de los regímenes fascistas en Europa.
               Segundo, cualquiera mínimamente
informado sabe muy bien que por sus convicciones ideológicas, por su inserción
en un partido como el PSDB y por su trayectoria política Aécio representa la
versión dura del neoliberalismo: imperio irrestricto de los mercados,
desmantelamiento del nefasto “intervencionismo estatal”, reducción de la
inversión social, “permisividad” medioambiental y apelación a la fuerza
represiva del estado para mantener el orden y contener a los revoltosos. Fue
por eso que nada menos que el Club Militar -un antro de golpistas
reaccionarios, nostálgicos de la brutal dictadura de 1964- decidió brindarle su
apoyo dado que según sus integrantes el ex gobernador de Minas Gerais posee
“las  credenciales necesarias para
interrumpir el proyecto de poder del PT, que marcha hacia la sovietización del
país”. Más allá del desvarío que manifiestan los proponentes de este disparate
sería un gesto de imprudencia que la izquierda no tomara nota del creciente
proceso de fascistización de amplios sectores de las capas medias y el clima
macartista que satura diversos ambientes sociales y que, en consecuencia,  desestimara la trascendencia de lo que
significa el explícito apoyo a Aécio de parte de los militares golpistas, el sector
más reaccionario (y muy poderoso) de la sociedad brasileña. Que tras la
vergonzosa capitulación de Marina, Aécio haya prometido asumir como propia la “agenda
social y ecológica” de aquella es apenas una maniobra propagandística que sólo
espíritus incurablemente ingenuos pueden creer.
               Tercero, la indiferencia de un
sector de la izquierda brasileña ante el resultado del ballotage re-edita el suicida
optimismo con que Thälmann enfrentó, ya desde la cárcel, la estabilización del
régimen nazi: “después de Hitler” –decía a sus compañeros de infortunio,
tratando de consolarlos- “venimos nosotros”.  Se equivocó, trágicamente. ¿Alguien puede
pensar que después de Aécio florecerá la revolución en Brasil? Lo más seguro es
que se inicie un ciclo de larga duración en donde las alternativas de
izquierda, inclusive de un progresismo “light
como el del PT, desaparezcan del horizonte histórico por largos años, como
ocurriera después del golpe de 1964. Es ilusorio pensar que bajo Aécio las
clases y capas populares dispondrán de condiciones mínimas como para
reorganizarse después de la debacle experimentada por las suicidas políticas
del PT; que nuevos movimientos sociales podrán aparecer y actuar con un cierto
grado de libertad en una escena pública cada vez más controlada y acotada por
los aparatos represivos del estado y las tendencias fascistizantes arriba
anotadas; o que nuevas fuerzas partidarias podrán irrumpir para disputar, desde
la calle o desde las urnas, la supremacía de la derecha.
Cuarto, va de suyo que la opción que enfrentará el pueblo
brasileño el próximo 26 de Octubre no es entre reacción y revolución. Es entre
la restauración conservadora que representa Neves y la continuidad de un
neodesarrollismo surcado por profundas contradicciones pero proyectado al
Planalto por lo que en su momento fue el más importante partido de masas de
izquierda de América Latina.  Pese a su deplorable
capitulación ante las clases dominantes del Brasil, su incapacidad para
comprender la gravedad de la amenaza imperialista que se cierne sobre su país -¡el
más rodeado de bases militares norteamericanas de toda América Latina!- y el
abandono de su programa original, el PT conserva todavía la fidelidad de un
segmento mayoritario de los condenados de la tierra en Brasil y un cierto compromiso,
pocas veces honrado pero aun así presente, con las aspiraciones emancipatorias
de las clases populares que en 1980 le dieron nacimiento. Por eso, ante la
ralentización de la reforma agraria en Brasil Dilma al menos siente que tiene
que salir y explicar al MST las razones de comportamiento y prometer la
adopción de algunas medidas para modificar esa situación. Aécio, en cambio, no
tiene nada que ver con el MST ni con los campesinos brasileños, y ante sus
reclamos responderá con la policía militarizada.
Quinto, lo anterior no implica exaltación alguna del PT, que
en su triste involución pasó de ser una organización política moderadamente
progresista a un típico “partido del orden” al cual el adjetivo de “reformista”
le queda grande. Tampoco se desprende de nuestro razonamiento la necesidad o
conveniencia de que las fuerzas de izquierda establezcan una alianza con el PT
o sellen acuerdos
programáticos
con él de cara al futuro. Pero en la actual coyuntura, definida por el hecho
institucional de las elecciones presidenciales y no por la inminencia de una
insurrección popular revolucionaria, el voto por Dilma es el único instrumento disponible
en el Brasil para evitar un mal mayor, mucho mayor. Los compañeros que abogan
por la neutralidad o la indiferencia deberían, para ser honestos, señalar cuál
es la otra fuerza política que podría impedir la victoria de Aécio, y cuál es
la estrategia política a utilizar para tal efecto, sea electoral (que no la
hay) o extra-institucional o insurreccional, que nadie logra atisbar en el
horizonte. Si no hay otra arma la izquierda no puede refugiarse en una
pretendida neutralidad.  Y si se logra
derrotar la reacción conservadora liderada por el PSDB (como muchos en América
Latina y el Caribe fervientemente esperamos) habrá que aprovechar los cuatro
años restantes para reorganizar el campo popular desorganizado, desmoralizado y
desmovilizado por las políticas del PT. Y someter al segundo gobierno de Dilma
a una crítica implacable, empujándola “desde abajo”, desde los movimientos
sociales y las nuevas fuerzas partidarias, a adoptar las políticas necesarias
para un ataque a fondo contra la pobreza y la desigualdad, contra la
prepotencia de los oligopolios y los chantajes de las clases dominantes aliadas
al imperialismo. En el plano internacional el triunfo de los tucanos tendría
gravísimas consecuencias porque entronizaría en el Planalto a una fuerza política
sometida por completo a los dictados de la Casa Blanca;  sabotearía los procesos de integración
supranacional en marcha como el Mercosur, la UNASUR y la CELAC; serviría como
cabecera de playa para atacar a la Revolución Bolivariana y los gobiernos de
izquierda y progresistas de la región; para aislar a la Revolución Cubana y
para ofrecer el apoyo material y personal de Brasil para las infinitas guerras
del imperio. No es que el imperio sea omnisciente, pero se equivoca muy poco a
la hora de identificar a quienes no se pliegan incondicionalmente ante sus
mandatos. Por algo ha lanzado, junto con sus aliados locales, una tremenda
campaña internacional para que su candidato, Aécio, triunfe el próximo domingo.
Nadie en la izquierda puede ignorar que, si tal cosa llegara a ocurrir, una
larga noche se cerniría sobre América Latina y el Caribe, abriendo un
paréntesis ominoso que quien sabe cuánto tiempo tardaríamos en cerrar. Sin
extremar las analogías históricas convendría meditar sobre la suerte corrida por
Thälmann y sus camaradas comunistas gracias a la adopción de una tesis que
sostenía la esencial igualdad de todos los partidos políticos burgueses. 
              

9 Comentarios

  1. Gege Dai
  2. Anónimo
  3. Zheng junxai5
  4. chenlina
  5. FOLLADORDEPROSTIS

    Lamentablemente con el PT habido tanta corrupción como con los anteriores gobiernos de derecha,da risa que algunos ingenuos creían que Aecio hubiera hecho algo contra la corrupción,sera igual que Collor De Mello

    Responder
  6. http://soshospitaldocampolimpo.blogspot.com

    Texto que funciona para a responsabilidade diante das forças políticas materializadas…um ato de rebeldia desconectada da realidade pode pactuar com o atraso , um possível massacre social e a vida de pessoas…a política só tem valor quando livra o homem da sua paixão pela morte e de sua vocação para a destruição!!!

    Responder
  7. Monomo

    El comentario tiene validez para la que sucede en Uruguay. Hay quienes desde posiciones de izquierda asumen hoy el voto en blanco como una forma de mostrar discrepancias con el gobierno del FA.
    Coincido plenamente con el lúcido análisis.
    Este voto también expresa la imposibilidad, quizás incapacidad o impotencia, de generar alternativas dentro de la propia fuerza política gobernante o la de nuevas fuerzas con otro contenido político.

    Responder
  8. Anónimo

    Hola

    Creo que los compañeros del PCB están ciertos por las equivocadas razones. La restauración conservadora empiézo al final de 2012 cuando Dilma, despues de haber enfentado la burguesía financiera, reconoció su derrota (más o menos en septiembre). Mientras tanto, ella ya había se puesto en acuerdo con otras fuerzas conservadoras como el latifundio y las iglesias evangélicas precisamente para haberse con los banqueros. Desde ahí Dilma está amarrada a tales fuerzas sin que el movimiento operário pueda hacer algo contrarrestarlas.

    Defender el voto nulo es la única forma de señalar que la distancia entre los dos candidatos, grande a nivel personal pero casi nula como gestores políticos, fue apequeñada por la dinámica de la correlación de fuerzas en los últimos doce anos, es decir, por opcciones passadas del PT. Y, al mismo tiempo, el voto nulo disloca para la sociedad civil las prioridades del trabajo de la izquierda.

    Abrazos.

    Responder

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Sobre el Autor de este Blog

Atilio Alberto Borón (Buenos Aires, 1 de julio de 1943) es un politólogo y sociólogo argentino, doctor en Ciencia Política por la Universidad de Harvard. Actualmente es Director del Centro de Complementación Curricular de la Facultad de Humanidades y Artes de la Universidad Nacional de Avellaneda. Es asimismo Profesor Consulto de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires e Investigador del IEALC, el Instituto de Estudios de América Latina y el Caribe.

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