Página/12, 10 de Diciembre de 2007
«¿Cambio o gatopardismo?»
(Por Atilio A. Boron) En El Gatopardo el Príncipe Fabrizio Salina,
personificación de la decadente y amenazada aristocracia siciliana,
pronuncia una frase que haría historia: “algo tiene que cambiar
para que todo siga igual”. La irrupción de este recuerdo a la hora
de escribir unas pocas líneas sobre los escenarios futuros de la
Argentina no es para nada casual. Que nos espera: ¿el cambio que
se nos prometía o la monotonía de un previsible continuismo?
El sólo hecho de que nueve de los trece altos funcionarios
de la futura presidenta anunciados por el Jefe de Gabinete
procedan del gobierno saliente (¿“saliente”?) y que, muy
probablemente, gran parte del elenco que ocupa el segundo escalón
en la jerarquía del estado tenga la misma procedencia abona
nuestro escepticismo. El cambio, en relación a anteriores
transiciones, será que esta vez no habrá cambio. Las poquísimas
ideas que se ventilaron en la campaña presidencial –un déficit de
todos los candidatos- fueron de tal nivel de vaguedad que impiden
discernir, mucho menos ilusionarse, con un proyecto de cambio.
¿Qué cambios ha habido? Uno, el desmembramiento de una
parte del antiguo Ministerio del Interior (Seguridad y Derechos
Humanos), que pasa, junto a su jefe, al Ministerio de Justicia.
Habida cuenta de la grave situación de inseguridad en el país –
considerada el principal problema por todas las encuestas de
opinión- y la sanción tan veloz como absurda de una ley
antiterrorista concebida para satisfacer una exigencia
norteamericana (y cuya laxitud conceptual es tan amplia que hasta
la Madre Teresa podría ser catalogada como terrorista), este
cambio difícilmente podría considerarse como una señal
esperanzadora.
Por otro lado, tampoco son demasiado reconfortantes las
expectativas que despierta la política internacional que insinúa el
gobierno entrante. Parece razonable suponer que habrá un nuevo
acercamiento a los Estados Unidos, sobre todo si se produjera el
triunfo de Hillary Clinton en las elecciones estadounidenses de
Noviembre próximo. Y ya sabemos en que terminan estas
aproximaciones. Al mismo tiempo es evidente el interés de la
futura presidenta por estrechar lazos con algunos países europeos
gobernados por la mal llamada “centro-izquierda” (un cocktail
indigesto con mucho de lo primero y nada de la segunda) y con
sus epígonos latinoamericanos, con los cuales la futura presidenta
mantiene cordiales relaciones. El mutismo de la Casa Rosada ante
el incidente ocasionado por la intemperancia del Rey de España en
la última cumbre de Santiago es muy elocuente. Lo es más todavía
el hecho de que al día siguiente el matrimonio gobernante recibiera
a Rodríguez Zapatero en la Casa Rosada.
La novedad más promisoria es la creación del Ministerio de
Ciencia, Tecnología e Innovación productiva, a cuyo frente se
designó a Lino Barañao, un científico de renombre pero cuyas
desafortunadas declaraciones sobre la conveniencia de promover la
producción de biocombustibles (mas correctamente agro
combustibles, ya que tienen mucho más de “necro” que de “bio) es
motivo de mucha preocupación. De todos modos, para que este
ministerio pueda cumplir su cometido será preciso dotarlo de
suficientes recursos, cosa que hasta ahora no ha ocurrido. Desde el
menemismo hasta la actualidad (según los datos de la propia
SECYT) la inversión en ciencia y tecnología de la Argentina no se
ha movido más allá de una ínfima proporción: el 0.4 % del PBI. Es
cierto que en ese lapso este creció significativamente, pero ello no
modificó la intensidad del (poco) esfuerzo que el país hace en esta
materia. Para comparar: en estos últimos años Brasil destina a
ciencia y tecnología cerca del 0.9 de su PBI (además, mucho
mayor que el argentino), mientras que en Chile esa proporción
oscila en torno al 0.6 porciento. Ninguno de estos casos se acerca a
los niveles de Japón (3,17 porciento de su PIB) o los demás países
desarrollados, todos por encima del 2 porciento. Por eso hay
muchísimo por hacer en este rubro.
Otra novedad la constituye la designación del futuro
Ministro de Economía, Martín Lousteau, a quien el consenso
multimediático se encargó de definirlo como un “heterodoxo”. No
obstante, el elogio de sus maestros y mentores académicos como
Roque Fernández o Ricardo López Murphy, nombres que nadie en
su sano juicio categorizaría como heterodoxos en ningún sentido
de la palabra, conspira contra tal definición. Idéntica conclusión se
desprende de su prolongada afiliación institucional con los
santuarios más ortodoxos de la economía neoclásica, como la
Universidad Di Tella o la Universidad de San Andrés; de su
colaboración con Alfonso Prat Gay cuando este fue Presidente del
Banco Central entre 2002 y 2004, o de su co-autoría del libro Sin
Atajos junto con su tutor en materia económica, Javier González
Fraga.
Por eso, la supuesta heterodoxia del nuevo ministro no es
tal: si Keynes revolucionó la política económica al hacer del gasto
público y el déficit fiscal instrumentos virtuosos de crecimiento
económico, por su formación y trayectoria Lousteau parece más
inclinado a preservar la vigencia de dos artículos de fe del
catecismo neoliberal: moderar el gasto público y mantener el
elevado superávit fiscal de los últimos años, lo que en un país con
tantas necesidades insatisfechas como la Argentina constituye una
falta imperdonable. La mayoría de los países europeos no sólo
ignoran esos consejos sino que hasta el propio Tratado de
Maastricht tolera el déficit fiscal a condición de que no exceda el 3
porciento del PBI, lo cual no atenta contra la competitividad de los
europeos en la economía mundial, muy superior a la de la
Argentina.
En poco tiempo sabremos cual es la agenda de prioridades
nacionales que tiene el gobierno y cómo las piensa encarar. Y esto
dependerá bien poco de las preferencias u orientaciones teóricas
del ministro de Economía dado que la experiencia reciente
demuestra que la cabeza real de dicho ministerio se encuentra en la
Casa Rosada y no en el Palacio de Hacienda. Entre esas
prioridades la más importante y urgente es atacar seriamente el
problema de la pobreza y la concentración de la riqueza, lacras que
se mantienen en niveles indecentes e intolerables –sobre todo para
un régimen que se pretende democrático- luego de cinco años
ininterrumpidos de “tasas chinas” de crecimiento económico. Es
necesario avanzar resueltamente en una reforma tributaria integral,
que ponga fin a las escandalosas inequidades impositivas de la
Argentina, donde quienes más ganan y tienen aportan menos, en
términos proporcionales, que los que poco o nada ganan y tienen, y
que premia a la especulación financiera mientras penaliza a la
producción. Será necesario recuperar sin más dilaciones el
patrimonio nacional de recursos básicos (mineros,
hidrocarburíferos, etcétera) malvendidos en los años del
menemismo y que continúan dando lugar a un verdadero saqueo
económico y una aberrante depredación ecológica. Las recientes
medidas elevando las retenciones a las exportaciones agrícolas y
de hidrocarburos intentan captar una parte de la renta
extraordinaria generada por esos sectores; se trata de una medida
que si bien va en la dirección correcta es insuficiente. También es
imprescindible que el nuevo gobierno revise todo lo actuado con
las privatizaciones y re-nacionalice las empresas que incumplieron
con sus obligaciones contractuales, o las que sean declaradas de
interés nacional. Para todo ello tendrá que reconstruir al Estado,
destruido por el fervor neoliberal y la corrupción de los noventas
pues sin su eficaz presencia el saqueo de la economía argentina
(por ejemplo, del petróleo, que se está exportando
descontroladamente sin que exista ninguna agencia estatal que
verifique este proceso) continuará hasta el completo agotamiento
de nuestros recursos naturales. Además, si es serio en sus lamentos
sobre la calidad institucional deberá normalizar cuanto antes la
situación del INDEC y garantizar que no se repetirán los
bochornosos episodios de los últimos meses. El nuevo gobierno
tendrá también que hacer un enorme esfuerzo para recomponer la
debacle en que se encuentran la salud y la educación públicas y
proceder a derogar, sin dilación alguna, dos perversas criaturas de
la dictadura: la Ley de Entidades Financieras, pergeñada por
Martínez de Hoz, y la siniestra Ley de Radiodifusión, que potencia
hasta niveles incalculables la gravitación ideológica y política de
los oligopolios nacionales y extranjeros que, en su ardiente
retórica, el gobierno dice combatir. Además deberá otorgar la
personería jurídica a la Central de Trabajadores Argentinos, que
expone a la Argentina a reiteradas recomendaciones de la OIT,
hasta ahora desoídas por la Casa Rosada.
Para que la apremiante agenda de problemas que agobian a
la Argentina sea enfrentada con alguna chance de éxito habrá que
abandonar definitivamente las políticas neoliberales aún vigentes y
hacer una clara apuesta a favor de fórmulas heterodoxas. Cuando
el gobierno lo hizo con los bonos de la deuda -producto de la
necesidad y no de una elección- le fue muy bien, y la economía
creció a tasas inéditas en su historia. Pero como el resto de la
política económica sigue atrapada en las premisas del Consenso de
Washington el efecto redistributivo de tan formidable crecimiento
fue apenas marginal. Los frutos del crecimiento fueron acaparados
por las clases dominantes; algo llegó hasta los sectores medios
mientras que el resto de la sociedad tuvo que conformarse con
algunas migajas. La audacia en el manejo de los bonos de la deuda
fue neutralizada por la irritante pusilanimidad manifestada en otras
áreas de la política económica, y los resultados están a la vista.
Dada la evidente continuidad entre ambos gobiernos -¿o son dos
fases de un mismo y único gobierno?- y el poco coraje exhibido
para atacar los problemas de fondo que afectan a la Argentina no
hay demasiado espacio para la esperanza. Lo más probable es que
el “gatopardismo” frustre, una vez más, las expectativas de cambio
que se agitan en el seno de nuestro pueblo. Ojalá que nos
equivoquemos.
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